El puerto principal -¿lo sigue siendo?- ha pasado a ser símbolo de la posibilidad de renovación urbana en Chile tras un siglo de decadencia sistemática y de conservación precaria. Valparaíso sigue constituyendo una misión arquetípica para los chilenos. Cualquier solución a temas peliagudos como la energía, el agua, la contaminación ambiental, la congestión urbana o de la orilla de mar, ríos y lagos, nos enfrenta a problemas frente a los cuales meras respuestas emocionales, seudo-heroicas, u otras racionales y eficientes aunque a veces desalmadas (en el sentido de carentes de alma), nos encierran más y más en un callejón sin salida.
Me tocó dirigir una mesa sobre Valparaíso en Puerto de Ideas. La conversación inevitablemente recayó en el proyecto del mall de Barón que produce inextinguible desconfianza de que clausure la apertura al mar, paradoja reiterada a lo largo de nuestra historia. Por otro lado, el desarrollo de los bordes costeros ha sido una de las grandes iniciativas renovadoras que han podido en parte equilibrar otros procesos de afeamiento y vulgarización. Abrir a los chilenos al mar, al agua, debe ser parte de una educación prioritaria del país. En Valparaíso, la orilla costera entre Portales y Barón fue una innovación del 2000 que nunca se agradecerá lo suficiente y que después tuvo su correlato en Viña del Mar en la Av. Jorge Montt. Si Chile quiere llegar a ser modelo como desarrollo, de una manera misteriosa aunque real su consistencia nunca será vigorosa si no aspira a ser también una experiencia de civilización. La maravilla de su gente ante su paisaje debe llegar a ser una de sus expresiones.
Por eso el mall de Barón no es un asunto baladí (y otras controversias, como la que ha asomado por Maitencillo). No conociendo los planes o maqueta exactos no quisiera arrojar maldiciones por doquier, sino que apuntar a modelos y adefesios. Entre los primeros están las ciudades que han salvado lo grande que tienen sin negarse a la renovación. El París clásico, verdadero patrimonio de la humanidad (supongo que la ONU lo declaró tal; da lo mismo), supo en los años 1970 con La Défense crear su propio Manhattan sin estropear el resto. Entre los segundos, el mall de San Antonio con su estéril titanismo devastó el paseo marítimo, su orilla de mar, uno de los pocos lugares acogedores de un puerto que ni siquiera tiene un pasado de gloria como Valparaíso, o sus barrios y rincones que pudiesen renacer; y el hotel en las rocas del camino a Concón, que rompe el sortilegio de una de las rutas más bellas de Chile, jamás debió ser autorizado (y que presumiblemente barrerá un futuro maremoto). Eso no lo queremos para Barón.
También hay que desechar una tentación, de que no se haga nada, que todo reste intocado. Por fin hace un par de semanas pude observar con mis ojos el mall de Castro y a decir verdad no me pareció tan terrible (los chilotes están felices), sin poder apreciar una ruptura dramática con el entorno como es el caso de San Antonio. Algo así es lo que queremos, estando conscientes de que el rescate y la conservación desde los escombros de un descuido de más de un siglo no puede estar lejos de actividades económicas que en último término proporcionen los recursos precisamente para la conservación. Talar los paisajes culturales hará invivible al país como sociedad humana y dejará todo logro material presa de más emprendimientos titánicos sin sentido; o de protestas ofuscadas frente a todo desarrollo material y social. Entremedio queda el acto civilizador que acierta con lo humano al vincular no sin tensión a dos reinos distintos de la vida: la reproducción material y la fecundación de un estilo.