Ni lanzarse en paracaídas, ni escalar rocas lisas en posición vertical. Nada genera tanta adrenalina como un "viaje" en un "auto-rickshaw" por las atestadas calles de Nueva Delhi.
Estos vehículos de tres ruedas son la forma más barata de moverse por las calles de la capital india. Semejantes a un convertible, pero al revés (con techo, pero sin puertas), saben navegar con cadencia musical por el "ordenado" caos del tráfico de hora punta.
El ritual se inicia negociando, un hábito que en India es casi norma de buena educación. "¿Cuánto cuesta el viaje a determinado destino?", le pregunta mi compañero de ruta -periodista argentino con experiencia en estas labores- al chofer, un hombre de cara redonda y sonrisa fácil. Luego de bajar las rupias del primer presupuesto a la tercera parte y contar con la simpatía del conductor por el éxito del ritual, nos montamos en su taxi de carrocería verde y techo amarillo.
Pawan Chandua -nombre de este gurú del volante- enciende el motor, que suena a bicicleta eléctrica, y con la pericia de un buzo en aguas turbulentas se zambulle en el tráfico de la ciudad con mayor cantidad de vehículos de India. Son más de 7,5 millones que comparten las calles de Delhi, y cada año se suma medio millón más (el parque automotor de todo Chile es de un poco más de 4 millones).
La primera impresión es de "moriremos aquí", pero poco a poco se comienza a admirar la pericia de estos conductores, que luchan veloces por encontrar un espacio en las avenidas que, con la sobrepoblación de ruedas, más parecen un callejón de cité.
Los cientos de "autos" (pronunciado "otos") comparten con camiones, buses, automóviles, motos, bicicletas y hasta peatones (en hora punta no hay vacas). Y a pesar del caos vial no se tocan. No lo hacen ni física ni verbalmente. Todo lo que transita fluye frente y por la periferia de nuestros ojos al ritmo rápido de ese mismo número de bocinas. Es la forma de avisar que existen, nos instruye Pawan, para luego cruzarse de una pista a otra mientras le hace el quite, como avezado bailarín, a todo lo que transite a centímetros de nuestros cuerpos.
A las locas maniobras que hacen saltar un "¡aggg!" de estos pasajeros, Pawan responde con una risita cómplice y un rápido meneo de cabeza de derecha a izquierda, señal que, según lo aprendido en estas tierras, indica que "todo está bien". Ahora entendemos por qué los vehículos viajan con los espejos laterales plegados y los "autos" los tienen por dentro, pegados al parabrisas.
Acostumbrados a los gritos y palabras de grueso calibre de los conductores de nuestros países, no podemos creer que lo único que ensordezca sean los bocinazos identitarios de una carrocería.
Personas con distintos apuros y necesidades que se reúnen en un mismo camino que los lleva a miles de destinos diferentes, pero que comparten y conviven en un pequeñísimo espacio con tolerancia y respeto a pesar del caos.
Una lección de humanidad para un país como el nuestro, hoy inmerso en un clima turbulento, donde se ha puesto de moda la falta de tolerancia a opiniones e ideas contrarias a la propia; en que los acuerdos, a pesar del trabajo que implica alcanzarlos, suenan a frivolidad y lo logrado por su gente huele a "nada".
Ojalá pudiéramos plegar los retrovisores por un tiempo y dejar de estar siempre pendientes de quien no sigue mi camino o aquel que prefiere otra ruta para llegar al mismo destino.