Acabo de visitar la extraordinaria exposición "The Cut-Outs", en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, que recoge los trabajos finales de Henri Matisse, cuando cambió el pincel por las tijeras. A los 72 años, debilitado por una operación que lo confinó a la silla de ruedas, el artista al que Cartier-Bresson retrató rodeado de palomas no podía pintar ni esculpir. Eso lo llevó a una de las soluciones más creativas en la historia del arte.
"Tenemos de genios lo que conservamos de niños", escribió Baudelaire. Los lienzos de Matisse representan un viaje de regreso a las pulsiones y las fantasías infantiles. En sus últimos años intensificó ese retorno, asignándose tareas de parvulario: armado de tijeras, papeles de colores y pegamento, creó formas de desconcertante belleza.
Esta técnica le permitió llevar durante catorce años más una "segunda vida" que él consideró más libre y genuina que la primera.
Visité la exposición en compañía del pintor inglés Brian Nissen, que reparte su tiempo entre Nueva York y la Ciudad de México: "Lo más sorprendente de los recortes de Matisse es que en ningún momento son decorativos", comentó: "No ilustra: inventa, algo muy difícil de lograr cuando se trabaja con tan pocos elementos".
La enfermedad fue la paradójica musa de Matisse. En 1889, a los veinte años, estuvo en cama por apendicitis. Para aliviarle el tedio, su madre le regaló una caja de pinturas. "Así descubrí el paraíso", dijo el artista.
El inicio y el final de su obra ocurrieron en pijama, el uniforme de los que sueñan. En la alta madrugada, armado de unas tijeras que parecían de jardinero, el artista recortaba maravillas, que perfeccionaba con diminutas tijeras de manicurista.
Ramón Gómez de la Serna descubrió la temible fuerza de las tijeras una mañana en que no se le ocurría nada y las vio sobre su mesa de trabajo. Las tijeras abiertas le parecieron un pelícano con el pico abierto en un día de excesivo calor. Las cerró y se sintió repentinamente tranquilizado. Reflexionó sobre la extraña personalidad de los objetos, fue al balcón, se asomó al horizonte y sintió que había descubierto una nueva forma del arte: la greguería, aforismo que reinventa el sentido de las cosas.
Una de sus greguerías recupera precisamente ese momento de temor y creatividad ante el metal que puede triscar el universo: "No se deben dejar las tijeras abiertas porque así podrán cortar el hilo del destino". En otra greguería descubre que se trata de un instrumento ciego: "A las tijeras les sacaron los ojos otras tijeras". En consecuencia, solo pueden ver cortando.
En sus años finales, Matisse usó ese afilado recurso como una extensión de su mirada. Así creó las litografías del célebre libro Jazz y los diseños para los vitrales y la ropa sacerdotal de la capilla de Vence, que escandalizaron a la jerarquía eclesiástica. Picasso comentó que esos destellos de color se prestaban más para un prostíbulo. Como suele ocurrir entre colegas, esta crítica era un elogio envenenado. Matisse despreciaba Las señoritas de Avignon, óleo donde Picasso retrató a las prostitutas de la calle de Avinyó en Barcelona. Al decir que los vitrales de la iglesia de Vence eran dignos de un burdel, Picasso señalaba que esos decorados se verían mejor en un ambiente que su rival detestaba, el de su propio cuadro, con chicas sin ropa ni decencia.
En la exposición del MoMA, una sala reúne desnudos femeninos en papel azul. Son variantes de una misma pose: una mujer sentada, con una pierna recogida. Las curvas otorgan estremecedora sensualidad a esas figuras, tan decantadas que sugieren el fundamento esencial del cuerpo femenino.
Junto a ellas se muestra un cuadro sin otro diseño que unas ondas azules, de inspiración marina. Es un acierto de la museografía que compartan la misma sala: los desnudos adiestran la mirada para entender que también el mar es una mujer.
"El arte hace que la vida sea más interesante que el arte", escribió el poeta francés y artista plástico Robert Filliou, miembro del grupo Fluxus.
En efecto, la gran lección de la pintura respecto a la naturaleza consiste en demostrar que el océano puede ser más convulso y sensual que un cuadro de Matisse.
Pero sólo sabemos eso gracias a Matisse.