En el cine, los experimentos suelen quedarse cortos. Desde las películas filmadas en un plano -como Hitchcock quiso hacer con "La Soga"-, a las que usaron las tres pantallas envolventes del Cinerama o intentaron crear un ultra HD (a 48 cuadros por segundo), como "El Hobbit": los intentos por intensificar la experiencia cinematográfica casi siempre se topan con la apariencia natural y satisfactoria de película común y silvestre. Lo que no quiere decir que haya que dejar de intentarlo: porque, en una de esas, los realizadores se salen con la suya.
Así ocurre en "Locke" (2013), uno de los éxitos sorpresivos de la última temporada festivalera -en Chile, fue exhibida durante el pasado Sanfic- y que ya anda circulando en blu ray y los servicios de streaming. Su truco es tan sencillo, tan simple y antitecnológico que -si no estás al tanto- previamente, de verdad te toma por sorpresa: la cinta comienza con un tipo en overol, subiendo a un BMW y apretando el acelerador a fondo para meterse en la autopista. Es Ivan Locke (insuperable Tom Hardy), un contratista que acaba de dejar atrás la preparación de un enorme volcamiento de concreto en Birmingham para dirigirse a Londres y llegar al nacimiento de su hijo. Pero él apenas conoce a la madre del bebé. De hecho, está casado hace años y su hijo lo está esperando en la casa para ver el partido. Sus colegas lo llaman sin parar, porque las instrucciones para la operación no están listas. Y Bethan, la mujer con que engañó a su esposa, ya comenzó el trabajo de parto. Ivan puede ver cómo el infierno se abre debajo suyo, y lo único que puede hacer es seguir pisando el acelerador.
Porque la película nunca se baja del auto. Y nunca vemos a nadie, salvo a Ivan Locke. Todo el resto -mujer, hijo, esposa, jefe, subalterno- son voces por el auricular. Al revés de lo que ocurre en la mayoría de los filmes, donde las escenas en carretera funcionan como puentes entre una secuencia y otra, momentos dialogados que proporcionan un respiro a la acción, en "Locke" estas son su materia prima. Mientras la película y el auto van lanzados como flecha, a toda velocidad, rumbo a Londres, su protagonista se nos presenta suspendido, básicamente impotente dentro de la cabina, tratando de sostener la vida que se le va desmoronando con cada llamada y cada kilómetro, un pequeño punto que se va desplazando en el mapa de su GPS y en mitad de la noche. El efecto es desorientador y violento: como si la obligatoria escena donde el héroe cae de su pedestal no se limitase a unos cuantos minutos, sino a la función entera. Sabemos que, de no mediar problemas en el camino, el viaje acabará frente a las puertas del hospital; pero está claro que, para Locke, el juego comenzó mucho antes, cuando comenzó a mentirle a su familia, y probablemente acabará mucho después, cuando asuma a cabalidad las consecuencias de su engaño. El mismo lo confiesa al teléfono: algo se le rompió dentro, dejó de ser él, se convirtió en un extraño para sí mismo. Al asistir a ese parto, parece estar echando todo por la borda, pero él insiste en que es lo contrario: está salvando lo único que le queda de integridad.
No es casual que mientras Locke se interna más y más en la autopista y en la noche, uno acabe por asimilar a su único protagonista como un antihéroe noir , un personaje de cine negro, aplastado por revelaciones que le explotan en la cara y, por un instante, lo ciegan. Es la clase de material que le fascinaría a alguien como Michael Mann, y, de hecho, la película rinde tributo a los amarillentos y nocturnos parajes de "Colateral" (2004), pero los extiende aún más allá: hacia un espacio donde el abstracto volumen del cemento, los faroles y los autos dejan de ser parte del camino y te aprisionan sin tregua.
LOCKE
Dirección de Steven Knight. Con Tom Hardy. Inglaterra, 2013, 84 minutos.