En las zonas rurales llegar a ser padrino de bautismo de una guagua es un acontecimiento que opaca cualquier noticia nacional. Los aprestos para la elección del mismo, que acompañan el desarrollo intrauterino del futuro ahijado, se suelen dar gradualmente (salvo que el padrino solicite ese rango, es decir, "pide la guagua") propuestos por los eventuales compadres, sin duda el método más habitual. Este ofrecimiento, desde luego, nunca es directo, sino que se merodea al candidato (largamente sometido a escrutinio) a través de terceros, quienes dejan caer, como que no quiere la cosa, el anhelo de los padres. Si el precandidato acepta, entonces se inicia la fase de formalización a través de la respectiva Iglesia, que, en el caso de la Católica, implica las imponderables "charlas", una manera un tanto inoperante, a mi entender, de recuperar contacto con sus fieles y darles un barniz doctrinal.
En ellas un laico o laica comprometido(a) -porque ya no hay párroco ni tampoco parroquia (sino carpa) en estos campos azotados por el terremoto- explica e interroga morosamente acerca del sentido del sacramento, y, además, desliza sus quejas y temores sobre el crecimiento de los "canutos" o "evangélicos", que ya han levantado 5 templos en la pequeña localidad campestre y sus oficios se repletan de creyentes entusiastas, mientras en el católico penan las almas. Pero, sobre todo e inútilmente, el diácono o su asistente insiste, entre bromas, en restarle importancia patrimonial (que, en ocasiones, es casi ruinosa) al padrinazgo, una dimensión difícil de erradicar, incluso para los severos miembros de las iglesias cristianas, porque se arraiga en una celebración del "compadrazgo" muy popular en Chile, sobrepasando el ámbito de lo estrictamente religioso. Así, un padrino responsable -sobre todo de una primera guagua- está consciente, con el correspondiente temor y suma cautela, de sus deberes hacia su ahijado o ahijada y no tarda en darse cuenta del tejido de relaciones que se establece con sus compadres e, incluso, con la familia de estos.
La parvedad del rito religioso (que puede juzgar tanto un creyente como un no creyente), con todo, impresiona y deja el triste regusto de que cumple, en los hechos, una función mas bien decorativa y la percepción de que se ha mundanizado, empobrecido y desprovisto de misterio a un grado extremo, lo cual le resta eficacia y atractivo, como si la iglesia hubiese perdido parte de la capacidad de difundir su fe con alegría y, sobre todo, con belleza.
Mientras comparto con los invitados en la fiesta posterior -ya padrino en derecho-, se me viene a la mente la peregrinación a la Virgen de Lo Vásquez, que se celebrará el próximo lunes, con su apabullante muestra de fervor y religiosidad popular y la comparo, perplejo, con la modesta y casi agonizante religiosidad -también popular, demasiado popular, quizás- de este bautismo y de estos lugares y me pregunto cuál de las dos es la regla y cuál la excepción. La "Monse", mi ahijada, entre tanto, me sonríe desde su coche.