La fuerte desaceleración de la economía y el clima de incertidumbre que estamos viviendo no estaban previstos en el diseño original del Gobierno.
El programa se elaboró sobre la base de un crecimiento estimado de 4% para 2014 y de 5% a partir de 2015. Tampoco se anticipó que la relación entre actores sociales y políticos se afectara de la manera que lo ha hecho. Efectivamente, la idea de una alianza público-privada, que han planteado las autoridades en los últimos meses, va más allá de lo considerado en el diseño inicial. En una perspectiva de futuro, lo más relevante dice relación con la capacidad de los diversos actores y, especialmente del Gobierno, para acomodarse al nuevo escenario.
La experiencia histórica muestra que nuestra flexibilidad para adaptarnos a contextos adversos es baja. En los cinco años posteriores a la crisis asiática de 1998 el crecimiento promedio de Chile fue solo de un 2,5% anual, mientras que en Asia emergente (excluido China) alcanzó un 5%. Cuando la economía mundial retomó su dinamismo a mediados de la década pasada, ambas economías crecieron a un ritmo similar.
Adicionalmente, las condiciones externas para los próximos años se presentan desfavorables, especialmente por el término del superciclo del precio del cobre, la pérdida del dinamismo de China y el bajo crecimiento de varios de nuestros socios comerciales. Es decir, hay una probabilidad importante de que las condiciones externas se mantengan débiles por un período más prolongado.
El Gobierno ha reaccionado con una estrategia en la que sus prioridades están bien enfocadas: mantener las reformas comprometidas; privilegiar la inversión como motor de la reactivación y desplegar una alianza público-privada para reducir las incertidumbres. Sin embargo, conviene analizar la manera en que esta estrategia está siendo implementada e identificar oportunidades para mejorar su efectividad.
En primer lugar, las reformas en que está trabajando el Gobierno son parte de los cambios que el país debe realizar para alcanzar el desarrollo. La mayor parte de ellas responden a las nuevas expectativas de la sociedad, especialmente de la clase media, por lo que sería un error político abandonar o congelar estas iniciativas.
Pero la adhesión de la ciudadanía al programa de la Presidenta no se puede interpretar como un apoyo a todos los aspectos técnicos que es necesario articular, para que finalmente las reformas generen el resultado esperado. El llamado de la Presidenta a su equipo para trabajar más y explicar mejor los proyectos debe interpretarse en este sentido. Implica introducir mecanismos que permitan corregir aquellas cosas que pueden hacerse mejor, donde el Parlamento y los diversos actores privados tienen un rol que cumplir. Lo relevante es que los cambios tengan un horizonte de largo plazo y logren soluciones sustentables para toda la población.
Respecto de la reactivación, los estímulos fiscal y monetario están bien dispuestos, pero su efectividad es insuficiente para compensar la desaceleración que enfrentamos, especialmente por la fuerte baja de la inversión en minería. La depreciación cambiaria puede generar un leve crecimiento adicional, pero el aumento en el gasto fiscal está bastante neutralizado por la mayor recaudación de la reforma tributaria. La intensidad de este impulso contrasta con el que se produjo entre 2000 y 2004, cuando la tasa de interés llegó a 1,75% y la inversión en infraestructura alcanzó un 7% del PIB. En cambio, ahora, la tasa de política monetaria puede bajar aún más y la inversión en infraestructura está en torno a un 3% del PIB.
La reacción del Gobierno también se ha orientado a facilitar la tramitación de las inversiones en curso y se anunció la creación de una Agencia de Concesiones en el Ministerio de Obras Públicas para promoción y asesoría. Independientemente de este esfuerzo, lo que se requiere en el nuevo escenario es canalizar recursos que actualmente están disponibles en el mercado de capitales hacia proyectos de infraestructura que son conocidos.
Para acelerar este flujo es necesaria la ayuda del Estado. Por ejemplo, a través de un Fondo Nacional de Infraestructura, localizado institucionalmente fuera del gobierno central, para que, cuando lo requiera, se financie emitiendo deuda sin demandar de los ingresos fiscales permanentes, lo que significa que su operación no influye en los compromisos del Gobierno respecto del déficit estructural. Este fondo también puede ser una herramienta para lograr una transición fluida entre las concesiones que están próximas a terminar y las que deben darle continuidad.
Por último, impulsar una alianza estratégica público-privada es un acierto político del Gobierno, porque permite articular una visión más compartida del país que necesitamos construir y resolver una enorme cantidad de materias que facilitan el desarrollo de las actividades productivas.
Sin embargo, para que esta herramienta sea efectiva, necesita ganar credibilidad. Una dificultad es que esta iniciativa no estaba en el diseño inicial, por lo que su contenido debe ser precisado y las acciones del día a día de todas las autoridades deben ser coherentes con esta orientación. Del mismo modo, en condiciones de incertidumbre, esta alianza debe ser complementada con la aplicación rigurosa de la institucionalidad vigente, evitando decisiones discrecionales que generan incertidumbre.
En síntesis, estamos en un escenario que no estaba previsto y todos los actores deben ayudar a que el país se adapte bien a estas nuevas circunstancias. El Gobierno tiene la responsabilidad de articular este proceso, para lo cual no debe abandonar su programa, pero sí necesita introducir ajustes que aseguren que el país sigue avanzando hacia la meta de alcanzar el desarrollo.