Cuando decidí que sería escritor sabía que las posibilidades de morir en la pobreza eran altas. Existía aún por entonces la ilusión de terminar más o menos rico, o de poder por lo menos dedicarse cien por ciento a tus libros. García Márquez o Neruda demostraban empíricamente que dedicándose más o menos concienzudamente a su obra, se podía llegar no solo a la gloria, sino también a la prosperidad. Con menos suerte que ellos, existía en mi juventud toda una clase media de escritores que sin ser best sellers absolutos, podían vivir con relativa tranquilidad de los adelantos, las traducciones o las adaptaciones de sus libros.
Roberto Bolaño fue el último escritor que creyó en que después de años de bregar con frío, con hambre, llegaría su Cien años de soledad a salvarlo. Lo logró cuando no estaba vivo para gozarlo. Murió dividiendo su propio Cien años de soledad ( 2666 ) en cuotas para financiar la vida de sus hijos. Los que lo sobrevivimos no tendremos esa suerte. Best sellers y fenómenos siempre habrá, pero la crisis del mundo editorial y las nuevas formas de circulación de los libros hacen imposible la sobrevivencia de esa clase media literaria para la que escribir era un trabajo como casi cualquier otro.
Como en la Roma antigua, como en la Inglaterra de Shakespeare, como en la Italia de Dante, la literatura ha vuelto a ser solo posible para herederos ricos o para marginales que no tienen otra que escribir. Nada de raro que en el camino se pierda también un género entero: la novela, ese universo bastardo, medio arte, medio negocio, que le permitió a Dickens pagar sus deudas y besar la mano de la reina. En esos tres siglos raros, de la Ilustración al derrumbe del Muro de Berlín, Chéjov, hijo de siervo, dejó su verdadera pasión, la medicina, porque era menos rentable que la literatura. Balzac tuvo que resignarse a escribir para pagar sus deudas como editor frustrado. El camino es hoy el inverso. Como dice Marcelo Mellado en uno de los espléndidos cuentos de su libro Humillaciones , el editor viaja cada vez más que sus escritores (o sus libros). Da más entrevistas también y es todo lo bohemio que el escritor, ocupado consiguiendo una pega más para terminar el mes, ya no puede ser.
En Chile esta discusión resulta a primera vista superflua. El que escribe aquí sabe de entrada que tiene que dedicarse al mismo tiempo a una cosa más seria. Podría uno fácilmente consolarse de sus desventuras si las compartieran del todo editores, distribuidores o libreros. Para ellos este mercado exiguo lo es un poco menos que para el escritor, que en casi todos los contratos que conozco recibe solo el 10 por ciento de un libro, en circunstancias que el autor importa en la elección del que compra un libro mucho más que ese 10 por ciento.
¿Cómo se paga el talento? ¿Se tiene que pagar por él cuando cada vez más bienes culturales son gratis? Estas preguntas que atormentan al mundo nunca han sido un problema en Chile, donde las ideas no valen nada y los millonarios prefieren gastar su dinero en diputados y equipos de fútbol, y creen que Mozart es una pastelería y compran Matta porque hay que comprarlos.
La única creatividad que fomentamos en Chile es la creatividad contable. Los únicos negocios que nos gustan son los asegurados. Chile cree ser un país de emprendedores cuando es un país de mandos medios. Ganan más en los diarios los editores y funcionarios, que los columnistas o reporteros por los que la gente compra o deja de comprar un diario. Ganan más en televisión los ejecutivos que los guionistas. Alguien podrá decir que arriesgan más. Le experiencia indica lo contrario, da lo mismo cuántas empresas ayuda a quebrar el ejecutivo, encuentra siempre un trabajo cada vez mejor pagado. El éxito en la literatura o en el cine, o en la música, no asegura nada (no asegura vivir bien al menos); entre los ingenieros comerciales el fracaso, en cambio, no existe porque tampoco existe el riesgo.
Ideas hay miles, piensan los que nunca se les ha ocurrido ninguna. Es cierto, una idea no requiere a veces más de cinco minutos de trabajo. Cinco minutos que son el resultado de toda una vida preparándose para distinguirla del ruido. Es difícil hablar de crecimiento o de cambio, de eficiencia y desarrollo, cuando seguimos premiando al que no piensa nada distinto a su jefe y condenando a la mendicidad a los que crean, inventan, intuyen, cuentan el mundo en que vivimos. Es difícil que si seguimos despreciando las ideas, las ideas no nos desprecien de vuelta. Es lo que hacen en Chile, un país que se enorgullece de su poca densidad cultural y poblacional.
No nos gustan las ideas y a las ideas tampoco les gustamos nosotros. La falta de ellas parece condenarnos por de pronto a vivir otro siglo picando piedras y esperando ver caer las frutas de los árboles.