Quizás si el más notable de los muchos talentos del recién fallecido Mike Nichols era su capacidad para desaparecer detrás de sus películas y, sobre todo, detrás de sus elencos, y así dejarlos brillar.
En eso, el director de "Conocimiento carnal" (1971), "Secretaria ejecutiva" (1987), "Colores primarios" (1998) y "Closer" (2004) fue un artista chapado a la antigua y un hollywoodense quintaesencial: al seguir las huellas de maestros como Douglas Sirk, George Cukor y Billy Wilder, prolongó la tradición del cine de actores y el cine de rostros en plena era de superproducciones, efectos especiales y secuelas al por mayor. Pero, fuera de eso, ¿cuál es precisamente su legado? ¿Dónde hay que ir a buscar al verdadero Mike?
Para responder hay que separarse del Nichols que regresó de un autoimpuesto exilio fílmico en 1982, para dirigir a Meryl Streep en "Silkwood". Por entonces ya se había lamido y curado las heridas dejadas por el fracaso de "The fortune" (1975), una descalabrada comedia junto a Warren Beatty y Jack Nicholson. Era la clase de material que nadie podía echar a perder, y sin embargo todo se había ido al diablo, incluyendo la carrera del director que había sorprendido a la industria en el 66, sacándoles trote a los incontrolables Richard Burton y Elizabeth Taylor, en "¿Quién le teme a Virginia Woolf?", y que un año más tarde virtualmente inauguró el "nuevo Hollywood" con la angustia existencial y el abierto final de "El graduado". Ese Nichols -audaz, cuestionador, virtuoso de la técnica- tiene más en común con Scorsese, Spielberg y hasta Oliver Stone, de lo que a él mismo le habría gustado admitir en los 80 y los 90, cuando se había convertido en un confiable e infalible artesano, en el personaje ideal para encontrar verdad y darles sentido a proyectos tan relamidos y predecibles como "Lobo" (1994) y el remake de "La jaula de las locas" (1995). De algún modo, esas dos personas -el Mike joven y el viejo- no calzan en el mismo envase: el primero siempre opacó (y opacará) artísticamente al segundo; pero fue la persistencia de éste la que aseguró la enorme vitalidad de su obra, la que se llevó el respeto de sus pares y lo convirtió en material de leyenda. Fue el "viejo Mike" quien recibió los premios a la trayectoria justificados por las feroces intuiciones de su yo juvenil, que se formó en el teatro de improvisación a principios de los 50 y luego se reveló como un comediante de primer orden en el dúo que formó con su amiga Elaine May.
De hecho, en esas desquiciadas rutinas se puede rastrear su pasión por el eterno combate entre hombre y mujer -tanto dentro como fuera de las sábanas-, y uno se topa cara a cara con su ciega confianza en el poder de las miradas cruzadas entre adultos, y un ingenio veloz como el rayo, tan transparente como demoníaco. Hijos de una era dorada del humor a la que también pertenecieron Carl Reiner, Mel Brooks y Woody Allen, era lógico que, tal como estos, los desmadres de Nichols y May se volcarían en el cine. La carrera de Elaine -que merece una columna aparte- siempre se mantuvo al borde, rehusando valientemente toda clase de concesión. Nichols, en cambio, optó por convertirse en un camaleón y sobrevivir. Lo interesante es que batirse en retirada cuando tuvo que hacerlo solo lo hizo más grande.