Era 1999. Soledad Nardelli no era, aún, la cocinera excelsa que sería años después. No había ganado el premio Chef de L´Avenir (Chef del Futuro), otorgado por la Academia Internacional de Gastronomía. No tenía su programa de cocina en la señal Gourmet. No era la chef ejecutiva de Chila, restaurante premiado en 2010 como el mejor de la Argentina y uno de los cincuenta mejores del continente. No había cocinado para Ferran Adrià, ni había sido nombrada Embajadora de la Cocina Argentina en el Mundo, título otorgado por el Ministerio de Turismo de la Nación. Soledad Nardelli, en ese entonces, tenía diecinueve años y estaba, nerviosa, en el Chateau du Vivier: el famoso castillo de Paul Bocuse, considerado el padre de la nouvelle cuisine.
Soledad había llegado ahí de un modo precoz. Estudiaba en una escuela gastronómica argentina que tenía un convenio con el instituto de Bocuse, ubicado en Lyon, y había viajado para formarse con gente de la talla de Pascal Molines, campeón mundial de pastelería. El plan la entusiasmaba. Sabía que la excelencia se ganaba con horas de trabajo y sacrificio. Aunque no imaginaba que esto último -el sacrificio- pudiera medirse en términos tan concretos. Aquel 1999, cinco meses después de que Soledad llegara a Francia, Molines había hecho un concurso para estudiantes: el que preparara mejor un postre determinado, haría una pasantía en el celebérrimo restaurante que Bocuse tenía en su castillo. Soledad, entonces, participó. Y ganó. Al día siguiente, se presentó a las cinco de la tarde para recibir las instrucciones de Molines.
-En una hora y media te voy a explicar los siete postres que tienes que hacer -le dijo en francés. Soledad entendió. Había estudiado el idioma cuatro años en el liceo de señoritas al que había asistido en Buenos Aires (cuando todavía no sabía que se dedicaría a la cocina). Y después había hecho cuatro meses de francés con orientación gastronómica, cuando sí sabía que se iba a Francia. A pesar de eso, todo el universo aprendido en esos años se redujo, ante Pascal Molines, a dos palabras.
-Oui chef, oui chef.
Soledad escuchaba las indicaciones, tomaba nota, hacía dibujos de los platos.
-¿Entendiste? -preguntó Molines.
-Oui chef.
-¿Estás segura?
-Oui chef.
-Bueno, voy a quedarme en el servicio. Mirándote.
Un rato después empezó el despacho en el chateau. Soledad transpiraba de nervios. Salió el primer postre. Bien. Salió el segundo: bien. Cuando estaba haciendo el tercero, vio que necesitaba hacer una quenelle de helado -una semiesfera- y que para eso debía tomar una cuchara que estaba a tres metros de distancia. Fue y la buscó. Terminó la preparación del postre. Lo despachó: bien. Estaba ganando confianza. Pero en el momento en el que se disponía a preparar el cuarto plato, sintió un golpe en el tobillo. ¿Qué era eso? Se sobresaltó y miró hacia abajo: ahí estaba, agachado, Pascal Molines. Acababa de pegarle con un palo de amasar.
-Vas a aprender que en el momento del servicio no te vas a mover de tu baldosa. Tienes que tener todo lo que necesitas para no moverte -dijo. Soledad quedó perpleja. Luego, vio a Molines tomando un marcador y delineando en el suelo, en torno a sus pies, un cuadrado. Una jaula de cristal.
-De ahí no te mueves hasta terminar la práctica -le dijo.
Soledad pasó tres meses de ese modo: estudiando hasta las cuatro de la tarde y trabajando en las noches con los pies metidos dentro del espacio de una única baldosa. Muchas veces se iba llorando del castillo. Llamaba a su madre. La escuchaba al otro lado de la línea diciendo "Sole, aguantá". Y entonces aguantaba. Y así, con cierto padecimiento y con unas ganas fulminantes de crecer en la cocina, aprendió no solo a cocinar, sino también -o sobre todo- a construir su fortaleza.
-Esas cosas me hicieron fuerte. Lo de Francia fue lo más increíble, pero después en España, donde seguí estudiando, fue muy difícil también. Me trataban mal por ser mujer y sudamericana. Hacían comentarios hirientes, me decían cosas como "mercenaria", "tía, tú no sabes nada", "vuelve a tu país, gilipollas"... Y me acuerdo que en esos momentos yo pensaba: cuando tenga la oportunidad de tener mi propia cocina no voy a repetir como jefa ninguna de las cosas que me están haciendo.
Sonríe.
-Y hasta ahora lo cumplí.
Su sonrisa es fácil, relajada, como un fruto que se suelta dócilmente de un árbol. Soledad está sentada en una mesa de Chila, el restaurante del que es chef ejecutiva desde hace ocho años, y toma café y habla y fuma un Virginia Slims como si las tres acciones integraran un solo y perfecto movimiento. En dos horas Chila abre su servicio, pero no hay en el salón una sola expresión de tensión o malestar. Casi todo está en penumbras, y el sonido es parecido al silencio. Un hombre dobla servilletas y canturrea un tema de Luis Alberto Spinetta. Otro prepara las mesas. Otro apoya el casco de su bicicleta -acaba de llegar- y empieza a encender las luces de la barra de tragos. Son unas quince personas, hasta ahora, y todos se mueven bajo el signo de una libertad poco estridente.
Soledad los mira.
-Hay varios mitos que se fueron rompiendo -dice-. Antes se pensaba que para ser excelente tenías que ser un freak que gritaba y revoleaba sartenes. Pero no es así. Conocí grandes cocineros, como Ferrán Adrià, que son humildes y muy respetuosos. Los grandes no son locos. Pueden tener locura creativa, pero saben que no hay necesidad de ser agresivos.
-¿Cómo se hace, sin ser agresiva, para que te hagan caso?
Soledad vuelve a sonreír.
-Soy exigente, pero con buena onda -dice.
Chila está ubicado en Puerto Madero, el polo gastronómico más exclusivo de la Ciudad de Buenos Aires. El local es un espacio de líneas limpias y exquisitas, montado en el mismo lugar donde antes -más de diez años atrás- estaba Fechoría: un restaurante al que iba el poder mediático en tiempos del ex presidente Carlos Menem. En aquel entonces, Soledad pasaba a diario por la puerta. Si bien vivía lejos de allí, en Don Torcuato, zona norte de la provincia de Buenos Aires, viajaba al centro de lunes a viernes para estudiar Derecho en la Universidad Católica Argentina, que tiene sus edificios a cien metros del restaurante.
-Venía de un colegio de mujeres, estudiaba en la UCA... La pasaba bien, pero a la vez me sentía un sapo de otro pozo en ese ambiente. Yo sentía que quería salir del tupper. Sabía que había mucha más vida por afuera de ese círculo donde me movía.
Hasta que algo ocurrió. Un día, un primo de Soledad -Luciano Nardelli, hoy chef de renombre internacional- llegó a Buenos Aires para estudiar en una escuela de gastronomía. Como venía de Córdoba -una provincia en el centro de la Argentina- vivió dos años en la casa de Soledad para ahorrarse la pensión. Ahí, Soledad vio algo: mientras que ella llegaba extenuada de estudiar a las seis de la tarde, su primo llegaba a cualquier hora, de perfecto humor y lleno de panes recién horneados.
-Lo que él hacía tenía mucho que ver con lo que a mí me gustaba de la vida. Mis viejos son del interior del país y tanto ellos como mis abuelos crecieron en relación directa con la naturaleza. No es que hicieran "platos": hacían el dulce de leche, la crema, la manteca, y me mostraron no tanto la excelencia de la cocina como esta idea de producir lo propio y cocinar con los recursos que hay a mano. Eso es lo que más me llamó la atención. Nunca en mi vida había pensado en dedicarme profesionalmente a la cocina, hasta que vi a Lucho y cambié de opinión.
Unos meses después, Soledad anunció la decisión a sus padres. Se anotó en Ibahrs -la misma escuela a la que iba su primo- y empezó una formación de mucho esfuerzo, pero también de mucha recompensa. Cuando volvió de Europa, por ejemplo, Soledad volvió a Ibahrs pero ya no para aprender, sino para enseñar. De ahí, finalmente, terminó sacando buena parte del equipo que llevó a Chila, y con el que cocinó para el mayor gurú de la cocina contemporánea: Ferrán Adrià.
Fue en el año 2011. Adrià estaba en una gira internacional financiada por la empresa Telefónica y eligió a Soledad como "cocinera anfitriona" en Buenos Aires. Para ese momento, Soledad solo había visto a Adrià en libros. Pero, luego de la noticia, aprovechó un viaje a Perú en el que iba a participar de Mistura -la feria internacional de gastronomía- y vio a Adrià en persona después de hacer una cola interminable.
-Telefónica te va a pedir lo que necesito -le dijo Adrià.
-¿Pero por qué me elegiste? -preguntó Soledad.
-Porque eres mujer, porque eres joven y porque tienes un gran espíritu creativo -fue la respuesta.
Soledad, una vez más, sonrió: siempre sonríe. Volvió a Buenos Aires, se comunicó con Telefónica y recibió las indicaciones: debía hacer en Chila un almuerzo para Adrià y veinte directivos de la empresa. Y al otro día tenía que hacer un cóctel para los cuatrocientos mejores clientes de la compañía. Con esas pautas, Soledad -que entonces tenía treinta y un años- habló con su equipo.
-Les dije: vamos a tener que cocinar para Adrià -recuerda-. Pero no se pongan locos. Si nos eligió fue por lo que venimos haciendo. Vayamos a lo seguro y estemos tranquilos.
La arenga era todo lo contrario a un discurso exaltado, pero funcionó. Lo hizo entonces y lo sigue haciendo ahora, en la actualidad, ante los comensales de paladar severo que pasan por Chila. Ahora, a minutos de abrir el servicio, el lugar transcurre bajo las mismas coordenadas suaves y precisas. Todos tienen ya su ropa de trabajo. Las copas limpias brillan sobre la mesa. En la cocina, un hombre corta una costra de hierbas -para poner sobre un cordero- y otro decora un plato como si fuera un cuadro de Pollock. Todos lucen tranquilos y a la vez animados: extrañamente satisfechos.
-No estoy de acuerdo con esta idea marcial de la gastronomía. Yo nado, corro, uso rollers. Leo. No dejo la vida en el restaurante. Al comienzo, sí, fueron cuatro años sin franco viviendo acá adentro. Dormía acá, tirada en los sillones. Pero ahora siento que estoy empezando a cosechar lo sembrado -dice Soledad ya en la cocina, mientras mira el plato decorado por uno de sus chef. Sobre el cuadro de Pollock -hecho con praliné de pistacho y yogur de limón- el hombre dispone una porción de lisa y unas remolachas confitadas. Soledad se acerca y lo prueba.
-Está bueno -mastica-, pero para la próxima... ¿viste las líneas? Yo dejaría más espacio entre una y otra, para que el plato no quede tan rayado. Haría -señala- esta línea sí, esta no, esta sí, esta no...
-Yo la hago así.
-Pero la próxima hacéla más abierta, ¿y sabés qué? -da otro bocado-, acá falta un purecito, una guarni, algo debajo del pescado.
El hombre, que pasó por la cocina del Bulli, hace un gesto breve con la cabeza. Con esas indicaciones armará el plato del día, que se decide según los productos regionales que se hayan conseguido en la mañana. Por esta frescura -y por un menú de autor que está entre los más exclusivos e innovadores de la Ciudad de Buenos Aires- Soledad ganó el premio Chef del Futuro, que se entregó siempre a cocineros 3 estrellas Michelin.
-Me gusta cocinar con lo que hay a mano -dice Soledad y muerde una panceta frita, y mira el contenido de una olla profunda. Ya tiene el delantal puesto. Llega el primer pedido del salón. Es la noche y todo se presenta fácil y posible, y tal vez sea ése -solo ese- el único equívoco de este encuentro.
Dice que la expe-riencia de estudiar en francia y españa la hizo fuerte: "me trataban mal por ser mujer y sudamericana", dice la chef.
"Antes se pensaba que para ser excelente tenías que ser un freak que gritaba y revoleaba sartenes. pero no es así. los grandes no son locos, son humildes".
"Vamos a cocinar para adriÀ,pero no se pongan locos. si nos eligió fue por lo que venimos haciendo. vamos a lo seguro", le dijo nardelli a su equipo en el chila.