Hace muchos años, conocí a Christian Boltanski en su taller al sur de París. Ahí me llamó la atención la gran cantidad de ropa en desuso acumulada. Además, la obsesión global del artista por los muertos. Para él conservar su recuerdo consiste en viejas vestimentas y fotografías anónimas. A pesar de su innegable anhelo de trascendencia, su postura bastante cartesiana siempre ha preferido mantenerse dentro de la duda y sus posibilidades expresivas. Renunciando, pues, a buscar respuesta para el destino de las almas más allá de la vida. Y esos inciertos ámbitos físicos sabe adecuarlos mediante el silencio y una iluminación muy vaga de sus materiales. También suele hacer de las sombras otro protagonista destacado. Con aquellas prendas de vestir tomadas del pop art , con los desgastados y borrosos retratos fotográficos en blanco y negro, con cajas de metal oxidado, lamparillas y ampolletas, con la sombra de figurillas recortadas construye, así, instalaciones que hoy día adquieren grandes dimensiones. Es lo que ahora nos ofrece en la totalidad del primer piso de nuestro Museo Nacional de Bellas Artes. Antes lo expuso en el Grand Palais parisino y en Park Avenue Armory's de Nueva York.
Este primer contacto del célebre francés con el público nacional se materializa, entonces, en una amplia obra única y en función de retrospectiva. Las distintas salas y rotondas que la exhibición ocupa serían sus distintas etapas, desarrolladas dentro de temática, formas y expresividad similares. A la vez, su preocupación por establecer la identidad del ser humano se materializa, al inicio mismo de esta obra, en una especie de banco de latidos del corazón. Allí, el visitante puede dejar registradas sus pulsaciones cardíacas, para ser guardadas en una isla remota del Japón. En esta única sala bien iluminada vemos, asimismo, un video con la síncopa de rostros infantiles y adultos, series fotográficas con cabezas de guaguas junto a libros del expositor o las instantáneas de antiguos condiscípulos suyos del liceo judío de Viena. La rotonda siguiente respira, en cambio, lírico optimismo: en colores, una instalación en pleno desierto nortino chileno nos trae el sonido delicado, cantarín de cientos de campanillas japonesas movidas por el viento; sería esta la ausencia concretada en animita, la popular tumba chilena.
A continuación, nos reciben en penumbras distintos altares con sus características fotos borrosas de gente joven, apenas iluminadas por lamparillas vulgares colocadas sobre cajas metálicas oxidadas; sus respectivos cables eléctricos parecen unir unas con otras, como en una ennegrecida red sanguínea. Dentro de este espacio, la luz roja de un pequeño marcador electrónico descuenta, implacable, los supuestos segundos de vida que restarían al artista. El contraste visual lo provoca acá la proyección de filmes simultáneos con noticieros a toda velocidad, que al espectador cabe administrar. Luego, hallamos nuevos altares y la entronización de una solitaria prenda de vestir, capaz de adquirir una presencia casi sobrenatural.
No obstante, dos de los momentos más sobrecogedores de toda la instalación son, probablemente, los que luego siguen. Si bien ambos se hallan casi a oscuras, el primero posee una dimensión religiosa. De ese modo, dentro de la redondez centrípeta del lugar, las sombras lo dicen todo: sin descanso y etéreo, vuela en lo alto un bíblico Ángel exterminador; debajo suyo nos aterran siluetas de esqueletos humanos sustentados por velas de cera. El espacio contiguo nos recibe con misteriosos tules movidos por el viento que lo dividen en diez compartimentos cuadrados. Estos muros transparentes reflejan ojos y caras desdibujadas; creeríamos que nos miran implorantes. Después oímos el palpitar de corazones potentes, circundados por espejos negros. Nuevas aras y retratos fotográficos anónimos concluyen nuestro recorrido, subrayando la sensación de salir de un personalísimo cementerio. Ya en el hall central del Bellas Artes y como testigo póstumo, como huella tangible de su paso por la tierra, un inmenso cono de vestimentas multicolores lo interviene, rindiendo un tributo más material a tanta anónima persona fallecida.
Almas
Christian Boltanski y el anhelo de más allá, a través de las distintas etapas de una gran instalación donde nos entrega miradas genuinas de trascendencia
Lugar: Museo Nacional de Bellas Artes.
Fecha: Hasta el 4 enero de 2015.