Los viejos y viejas de hoy en día ya no son viejos. Son ágiles, informados, más flexibles en cuerpo y alma. Pero hay dos fenómenos que la vejez no perdona.
Uno, el más obvio, es el cuerpo que llora con frecuencia porque quiere descansar. Un día duele una cosa, al siguiente otra. De repente pasa a ser un factor relevante y permanente. Ya no por enfermedad, por cansancio de materiales más bien. El problema es que los viejos se ven tan jóvenes que el mundo les exige como si lo fueran. Hacen tantas cosas, tienen tantas obligaciones, que ellos mismos se olvidan de que están envejeciendo. Hacen turnos de colegio (ahora de los nietos), van a cursos interesantes, tienen celular y computador y están al día de todo, hacen deportes o gimnasia...hasta van de copas con sus amigas. No quieren retirarse del mundanal ruido. Pero tienen que vacunarse contra la influenza, se cansan más y se irritan más.
El otro no se impone, pero está ahí. Al acecho. Cada vez que miran para adelante, se les aparece el pasado. Quiéranlo o no, su historia les pesa. Ya no va a ser ella misionera en África ni él corredor de fórmula uno. Son lo que son, pero sobre todo son lo que fueron. El pasado y la responsabilidad de cada decisión están marcados, definiéndolos más allá de lo que ellos quisieran. Porque los proyectos de cambio ya no están a la mano. Porque la vida y el mundo se hacen más pequeños. El cambio empieza a perder protagonismo, lo que es un alivio porque somos lo que somos. También tristeza por lo que no fue. Y una cierta rigidez que se va instalando en la mirada del pasado.
Mirar atrás da miedo. Mejor seguir adelante. No es lo mismo hacer recuerdos que es siempre una alegría porque los elegimos. Otra cosa es mirar el camino y decirse: "Así fue mi vida" ¿Y si lo que vemos no nos gusta? El conjunto nos puede parecer pobre o triste o frustrante. Entonces mejor no miro.
Es bueno, sano, terapéutico, hacer el ejercicio de mirar atrás. Porque también es posible que nos perdonemos muchos actos, que comprendamos al mirar el conjunto qué nos llevo a esos momentos o decisiones que hoy no nos gustan. Cuando vemos el conjunto, las partes hacen sentido.
Propongo hacer ese ejercicio. Primero una mirada global y luego más detallada. Escribirlo ayuda porque ordena el pensamiento, el que a veces se dispara. Porque, al final, el camino siempre tiene un sentido. Tal vez no en cada parte, sí en el conjunto.