Cuando Daniel Defoe escribió las aventuras de Robinson Crusoe (1719), quizá no previó que estaba creando un mito perdurable, con abundantes descendencias hasta el día de hoy. Así lo manifiestan dos novelas más o menos recientes: la de la inglesa Muriel Spark, Robinson , y la del sudafricano J. M. Coetzee, Foe ; y una anterior: la del francés Michel Tournier, Viernes o los limbos del Pacífico . Esta última es una habilidosa recreación, estropeada por la ideología primitivista: una reedición del ya desprestigiado tópico del bon sauvage . Las otras dos combinan el carácter de un relato de aventuras con un experimento antropológico sobre el posible comportamiento del homo sapiens y homo faber cuando no tiene la polis en torno.
La novela de Coetzee
La obra del Premio Nobel sudafricano introduce diversas variaciones en el mito original: quien naufraga es una mujer, Susan; Robinson es un isleño apático cuyos intereses no van más allá de su propia isla semidesértica, y Viernes es un esclavo negro mudo. La primera parte -la insular- posee el encanto de las situaciones nuevas pero sin embargo familiares por su precedente. Enseguida la protagonista y narradora en primera persona, tras ser rescatada y de regreso a Londres, cuenta su relación con un escritor de apellido Foe, a quien urge a escribir el relato de sus peripecias en la isla, cosa que este empieza a hacer lentamente y con los vuelos de su propia fantasía.
Esta novela puede leerse como una reescritura de la original de Defoe, solo que en forma invertida, porque se presenta como la preescritura del texto arquetípico, que narra -siempre dentro del siglo XVII- hechos anteriores, que habrían servido de base para la famosa novela. El de Coetzee sería entonces un pre-texto o una especie de juego de espejos, como una ficción dentro de la ficción, de índole casi pirandelliana.
Susan aboga ante Foe por el respeto de su historia "real", mientras que Foe parece abogar por la ficción literaria como algo más real, o en todo caso más interesante que la historia misma. Estamos, pues, ante una novela sobre la novela, sobre el acto de escribir, sobre la realidad específica de la ficción: Foe es un texto dotado de esa autoconciencia literaria que llegó al mundo mucho después de los hechos narrados. Los dos personajes hablan a ratos casi como dos intelectuales del siglo XX, y el anacronismo crece a medida que avanza el relato. Lo que este gana así en complejidad intelectual lo pierde en realismo, pero sobre todo en suspenso.
La ocurrencia de Coetzee es típica de su fértil inventiva, servida por una pluma diestra. Pero hacia la mitad del libro las cartas y los monólogos de Susan se vuelven largos y morosos, al mismo tiempo que decrece la acción, en una novela que parece necesitarla. Diría, pues, que la primera mitad del texto promete más de lo que entrega la segunda, cuyo desenlace es un sueño mítico con aire de inconclusión.
La novela de Spark
La obra de esta escritora inglesa es muy distinta. Se sitúa en pleno siglo XX; la isla está en el Atlántico frente a Portugal; Robinson, su actual dueño, habita en un antiguo caserón colonial, y es un enigmático misántropo que, acompañado de su hijo adoptivo, recibe de mala gana -aunque en forma civilizada- a tres sobrevivientes de un avión en llamas que se ha estrellado contra su isla.
El experimento antropológico, en este caso, guarda cierta analogía con el drama de Sartre A puerta cerrada , donde el encierro de sus tres personajes es una permanente agresión recíproca, con vistas a su famosa conclusión: "el infierno son los otros". Pero nuestra autora está muy lejos del mundo sartreano. No por eso son armónicas las relaciones entre quienes deben convivir por casi tres meses en el caserón: los tres hombres, la mujer y el niño. La novela misma consiste en el tejido de esas relaciones humanas tensas, gravadas por la sombría atmósfera que crean los muertos: los restos del accidente.
Tanto la novela de Coetzee como esta de Muriel Spark tienen a la mujer advenediza como protagonista y narradora en primera persona. La Susan de Coetzee está bien en su función objetiva; pero la January de Spark posee esto de particular: que es sumamente simpática, y no solo como personaje, sino -hasta donde se pueden distinguir ambas cosas- porque al narrar en primera persona expresa en forma inevitable su gracia, su ingenio, su calidez personal; en suma, nos gana, en un vivo contrapunto con sus compañeros de vuelo y de encierro: un comerciante esotérico que vende objetos de suerte, y un caballero que, según repite sin cesar -y es así-, tiene los nervios rotos. A partir de un supuesto crimen en la isla, el suspenso del relato aumenta en proporción a las sospechas recíprocas del trío. El desenlace está bien logrado.
Como la Susan de Coetzee, también January narra con la ayuda de su diario personal. Robinson se compone, además, de continuos flashbacks que nos presentan el pasado de la protagonista. Pero lo mejor de este relato son los diálogos: rápidos, vivos, chispeantes, reveladores.
Spark escribe con mucha desenvoltura y desenfado, en un agradable tono menor que, por supuesto, no es tan menor, porque a ratos -y sin perder nunca su aire ligero- alcanza cotas de alta intensidad psicológica y moral. Su novela puede tener menos envergadura conceptual y menos arte que la de Coetzee, pero posee más humanidad, y se lee de punta a cabo con interés pleno.
Ignacio Valente