En una época en que, como reza la célebre fórmula del Manifiesto, "todo lo sólido se desvanece en el aire", la cultura es una de las ideas y prácticas que más han padecido deterioro, adelgazamiento y nebulosa vaguedad. Cualquiera y cualquier cosa se apropia hoy de ese nombre -otrora prestigioso-, ya sea un programa de televisión, un "gestor", un ministro o una actividad participativa a la cual un creativo guste tildar apresuradamente de ese modo. Lo cierto es que si ese vocablo -otro legado de Roma- posee todavía algún sentido, debemos buscarlo en el "cultivo", es decir, la observación, el estudio y la disciplina. Así, la cultura es una "forma" que, ya se trate de los individuos o las naciones, no surge espontáneamente, sino que requiere una labor, un tejido, una cuidadosa urdimbre en la que lo humano se busca, esclarece y debate.
Homo sum, humani nihil a me alienum puto, dijo el cómico latino Terencio. Soy hombre; nada de lo humano considero ajeno. "Y yo diría más bien -dice Unamuno, al inicio de su ensayo "Sobre el sentimiento trágico de la vida"- nullum hominem a me alienum puto ; soy hombre, a ningún otro hombre estimo extraño. Porque el adjetivo humanus me es tan sospechoso como su sustantivo abstracto humanitas , la humanidad. Ni lo humano ni la humanidad, ni el adjetivo simple ni el sustantivado, sino el sustantivo concreto: el hombre". Puesto el foco allí -en el hombre, y en la mujer, habría que explicitar hoy- la cultura sigue la brújula de los cambiantes diseños de la humanización (y deshumanización), buscando un saber siempre recomenzado.
En Valparaíso, en estos días, ese saber es presentado -a tablero vuelto- como celebración, como auténtica fiesta cultural, es decir, como un momento de encuentro alegre entre quien cultiva y quien disfruta, entre el ciudadano curioso y el sabio comunicador, entre quien, ya atisbando algo, desea saber más, y quien sabiendo algo no cesa de preguntarse por lo que sabe. En sus cuatro años el festival Puerto Ideas ha logrado generar, con tesón e inteligencia, ese espacio común, cuando, al contrario, entre aquellos, sobre todo en Chile, suele abrirse ese abismo que nos envuelve en una atmósfera de permanente pesimismo. ¿Cuántas veces un buen artista o un intelectual queda sin un mínimo público para su obra? Y, al revés, ¿cuántos públicos son seducidos por obras que refuerzan la deshumanización, estupidizándolos? Ese desencuentro es una tragedia para la persona y el pueblo que lo sufre y, por el contrario, cuando se logra esa sintonía, como la que recorre hoy con entusiasmo a nuestro puerto de Valparaíso, es todo el espíritu quien celebra.