Me escriben y me llaman insistentemente para preguntarme qué libro de Patrick Modiano me gusta más. Muchas veces esta semana he tenido que pasar por el bochorno de admitir que mi conocimiento de la obra del premio nobel se reduce a cuatro canciones que cantaba Françoise Hardy a comienzo de los 70.
Patrick Modiano era para mí hasta el anuncio del Premio Nobel un señor extremadamente tímido que la televisión francesa, que adora entrevistar gente a la que no le gusta dar entrevista, insistía en interrogar. Se me confunde con Le Clézio, otro nobel tímido y vagamente buenmozo de pocas palabras que sugieren mucho. A Le Clézio tampoco lo he leído. Siento en ambos casos que debería aventurarme aunque sea por simple curiosidad. No lo hago quizás porque he llegado a la extraña edad en que uno ya no lee lo que quiere, sino lo que puede leer, lo que no se resiste a mis ojos, lo que me permite avanzar hasta el fin.
Onetti, Joyce o Lowry fueron esenciales en mi formación, pero no sé si podría intentar volver a leerlos hoy. Como todos los ancianos, necesito que alguien me lleve de la mano hasta el final de la historia. Es quizás por eso extraño que haya escogido últimamente como guía a unos de los escritores menos gentiles, menos educados y menos complacientes que existen, el malhumorado V.S. Naipaul, un autor que le debo también a la Academia Sueca.
En rigor tuve, por culpa de Constantino Bértolo, sus libros en mis manos antes de que recibiera el Nobel, pero mi ignorancia supina de entonces me hizo creer que era una especie de Rigoberta Menchú hindú. Muchas iniciales, muchas nacionalidades juntas, pensé que era un autor transcultural lleno de buenas intenciones. Supe luego del premio que era programáticamente justo lo contrario, alguien que siente vergüenza de la pobreza; que desprecia la cultura colonial tanto o más que el culto a la identidad nativa, que le resulta algo imposible; que aborrece el islam, la revolución, el tercer mundismo; que está siempre al borde del racismo más desembozado y del desprecio más evidente por las mujeres, los cooperantes, o los militantes de cualquier especie o color.
Todas esas cosas eran nuevas y peligrosas cuando las escribió en plena fiebre de independencia, guerrillas de liberación nacional o sexual, de los años 60 y 70. Resultan hoy un lugar común neoconservador tanto o más socorrido que los eslóganes de entonces. Tan socorrido pero también más fácil, porque el que no cree en nadie o en nada, corre menos riesgo de equivocarse que el que intenta el esquivo milagro de la fe. La valentía intelectual de desnudar las ilusiones de los demás encubre en Naipaul, como en otros multipremiados descreídos, la cobardía de no asumir las propias ilusiones, la inmadurez esencial de no querer pasar por la experiencia de perder algo en el juego, que es siempre más fácil jugar cuando se está del lado de los dueños del casino.
Las teorías sociológicas, políticas o antropológicas de Naipaul no me convencen demasiado si las pienso en frío. Pero, al leerlo, justamente no las pienso en frío. A leerlo las vivo con una mezcla de paz y fatalidad que pocos escritores logran en mí. Sus personajes que miran a la orilla del río un pueblo de ruinas africanas reconstruirse para destruirse mejor, que se pierden en Washington buscando una vereda en la que dormir protegido por un amo que ya no se manda ni a sí mismo. Sus héroes sin heroísmo que todo y cualquier cosa ofende, hablan de sus países perdidos, de una manera visceral, inmediata, física que me lo hace como lector adictivo e inevitable. Su cobardía y su dignidad conviven con colchones húmedos, basurales cochambrosos, lluvias bruscas y escenas de humillaciones que duelen tanto como culposamente te complace leer.
Paul Théroux, al tratar de desentrañar el misterio de ese hombre que fue su amigo por treinta años sin nunca hacerle patente su desprecio, repara de pronto en las escenas de sexo de las novelas de Naipaul. Prostitutas, mujeres mal casadas que se acuestan con cualquiera por puro aburrimiento, en Naipaul el sexo parece ahí una forma más de castración. Es quizás la clave de su genio. El resentimiento que nutre su obra tiene un claro sustento intelectual, pero su fuerza en otra parte. La lucidez con que ve el mundo es convincente porque se enraíza en una incomodidad anterior, la del hombre que no sabe cuándo y cómo la enemiga se convierte en la amada y viceversa.
El resentimiento social es, para los que triunfan y para los que no, solo un recuerdo de juventud. La resignación o el éxito pueden de alguna manera curar esa herida que nadie en su sano juicio mantiene sangrando demasiado tiempo. Es el otro resentimiento, el resentimiento sexual, el que es verdaderamente incurable y fértil. En toda revolución, en toda rebeldía, en toda venganza quizás hay que buscar el rastro tibio de una cama donde sobra o falta alguien. Lo que maravilla y horroriza de las novelas de Naipaul es que, en el fondo, son novelas de amor sin amor alguno.