El idioma es un maravilloso instrumento para expresarnos y comunicarnos. Su manejo no es fácil, aunque normalmente no nos damos cuenta, dado que lo aprendimos siendo muy pequeños. Es un complejo sistema de códigos compartidos que nos identifica con precisión según cómo lo usemos. Por ejemplo, cuando alguien un tanto afectado y poco seguro de sí mismo recurre a tecnicismos para demostrar dominio escénico, generalmente logra que a uno se le comiencen a parar los pelos de la nuca con la siutiquería. Lo mismo sucede cuando se escucha decir "lengua española", término impropio e irreal, a pesar del voluntarismo académico que quiere imponerlo por decreto.
Para expresarnos con propiedad y vincularnos con los demás es preciso que el idioma sea transparente, es decir, que no confunda; que sea veraz para no engañar, y que asegure la comunicación reuniendo a las personas: la proliferación de jergas llevó a la Babel que dispersó y enemistó a todos. De aquí que no cualquier modo de expresarse sea adecuado y que el buen uso sea considerado como señal de educación. Este requiere de un rigor constante para evitar que la lengua se transforme en un mero palabrerío.
Es esto último lo que se logra con la pretensión "docta" de estos tiempos de que la lengua sea neutra para que todos puedan identificarse con sus palabras: la neutralidad constituye precisamente la negación de un idioma. Al sustraerles a los términos su sentido exacto se atenta contra la peculiaridad, la naturaleza propia, la índole característica del castellano. Es el caso de la palabra mentira, a la cual se le eliminó el concepto de engaño, con lo que perdió su significado profundo. En su reemplazo quedó solo una sopa de letras.
Otra forma de desafinar el idioma es incorporar prontamente los extranjerismos, generalmente palabras entendidas como técnicas y que normalmente son perfectos barbarismos en su lengua de origen. Muchas veces los mismos que las usan son incapaces de explicarlas. Además, están condenadas a pronta desaparición por el mismo desarrollo tecnológico que las impone.
Velar por la lengua significa precisamente cuidar sus palabras y educar en el rigor para emplearlas bien. Está en juego la convivencia social: confusión, mentira e incomunicación acarrean violencia y destrucción. La herencia cultural que significa el castellano repercute profundamente en la vida colectiva, a despecho del voluntarismo académico que busca ponerse a tono con los tiempos y las modas.