Me parece que en nuestros días existe un acuerdo tácito en que la lectura tiene un carácter dinámico, circunstancial. Se da por supuesto que existen libros para distintos lectores, pero también para diversos momentos, estados de ánimo, aficiones, orientaciones ideológicas. Hace unos años se insistía incluso en las "múltiples lecturas" proyectadas por un solo texto.
No obstante, pocas veces se escucha hablar a los lectores sobre sus cambios de disposición en relación a un libro o a un autor; mucho menos a los críticos, de los que se puede pensar que necesitan generar la figura de una mente no mancillada por las dudas.
Es curiosa esta tendencia, en la medida en que los cambios de opinión en este ámbito revelan siempre fenómenos literarios. Borges recordaba en alguna parte que una revista en la que él participaba, vinculada al ultraísmo, rechazó un texto de Kafka por no ofrecer mayores innovaciones formales. A los jóvenes vanguardistas la radicalidad extrema de la prosa de Kafka les entró por el punto ciego del ojo, distraídos como estaban buscando inocuos retorcimientos del significante.
No ver nada en un texto, en un libro: muchas veces hemos enfrentado este trance tedioso. Para volver al cabo de un tiempo, empujados por las circunstancias, a revisar las mismas páginas y percibir en ellas el surgimiento de los mundos que parecían antes, más que ausentes, inexistentes. Alguna vez, siendo un joven impetuoso, arrojé con desdén el libro que leía: El loco Estero , de Blest Gana. Nadie me puede obligar a aburrirme de esta manera, exclamaba, mientras trataba de sacarme de la conciencia lo que suponía era una especie de cal gris, transferida por la lectura. Al cabo de un tiempo -un año, dos años- buscaba -con ímpetu equivalente- el mismo libro que me permitiría escrutar rasgos constitutivos de mi lugar en la ciudad y en el mundo.
He contado antes que una vez le confesé a Juan Luis Martínez no conectar en absoluto con la poesía de Gonzalo Muñoz. Le dije que lo había leído más de una vez y que no me producía ningún efecto. Martínez me pidió que esperara, se paró, sacó el libro Exit de la estantería, y empezó a leer en voz alta. Inmediatamente vi aparecer las hermosas imágenes que muy poco antes parecían estar negadas para mí. Probablemente estaba leyendo los poemas de Muñoz con prescindencia de su dimensión acústica, lo que en esa experiencia específica les restaba, sorprendentemente, visualidad.
Otro aspecto de este tema tiene que ver con la adhesión juvenil a un autor transformada con los años en indiferencia o rechazo. Es posible que los cambios de este tipo sean los más frecuentes, dado que en la juventud tenemos más energía para el entusiasmo. Yo celebré muchos autores que después he considerado mediocres, simplemente por el hecho módico de ver en sus páginas reflejados algunos de mis rudimentos de ideas.
A esta clasificación debe agregarse: autores venerados por el lector adolescente que siguen rindiendo un aura para el lector adulto (Ginsberg); autores venerados en un primer momento, repudiados más tarde y revalorados cuando ya no hay nada que perder (Hesse).