Escribir en Chile, por lo general, es un oficio muy poco lucrativo. Digo "por lo general", porque hay un grupo de unos 10 a 15 escritores chilenos que (más allá de sus propias fortunas y méritos) logran lucrar con su escritura, a costa, por cierto, de la soterrada o abierta envidia de sus colegas (salvo la de los otros miembros del club) y la paliza que solemos propinarles los críticos, como si ya fuera un ritual vacío, porque nada altera sus éxitos de ventas.
Pero son una minoría escuálida, una minúscula excepción, en medio de una mayoría vasta y densa de poetas, narradores y ensayistas, hombres y mujeres de letras, que empeñan sus vidas en escribir bien, en crear e investigar desde la palabra escrita y que, por desgracia, reciben por su oficio poca o ninguna valoración económica. Los más afortunados sobreviven gracias a un oficio "afín" (docencia, trabajo en editoriales, colaboraciones periodísticas) o logran ganarse algún premio, particular o estatal, u obtienen algún Fondart. Pero la vida del escritor en Chile es difícil. Reitero: escribir es aquí un oficio poco lucrativo. A veces sueño con un país en que escribir fuera, al revés, algo que proporcionara dinero en abundancia para los apaleados miembros de este gremio, en el cual los narradores, ensayistas y poetas fuesen solicitados desde múltiples regiones e instituciones y se les pagara muy bien por su trabajo. Sueño con un país en que se vendan y lean muchos libros y que los lectores cada vez sean mejores en cantidad y exigencias. Me imagino que en ese Chile se le concedería un gran valor a un texto preciso, agudo y creativo frente a otro redactado de modo tosco, desprolijo y opaco. No es así hoy. Ese trabajo intelectual se valora con mezquindad en todos los estratos, aunque retóricamente se haga elogio de él. La desvalorización de la escritura daña nuestra sociedad profundamente.
En ese contexto, los resultados de la primera prueba nacional que intenta medir la calidad de la escritura a nivel de sexto básico son pésimos, aunque no sorpresivos. Pero me extraña la complacencia de las autoridades, su quietud y serenidad ante un diagnóstico horroroso: los alumnos no saben escribir, no alcanzamos el límite de aprobación. Estamos educando niños y niñas ágrafos, que egresan sin manejar el grado mínimo de la escritura: la ortografía y la sintaxis. Desde ahí a escribir con gracia, personalidad y fuerza hay un vasto trecho. Con un semillero escolar tan pobre y sin estímulos económicos ni reconocimientos suficientes, el futuro de la escritura no augura, pues, nada bueno.