Con frecuencia cuando estamos tristes o golpeadas por algún dolor, alguna pérdida, algún desgarro, aun cuando estamos asustadas o compungidas, la sensación es que queremos arrancar. Nos parece imposible tolerar en el tiempo el mismo estado. Y entonces la primera reacción es la anestesia.
La forma histórica de la anestesia han sido las drogas. Hoy tenemos una nueva manera de escapar que es haciendo muchas, muchas cosas para no pensar. En realidad para no sentir, para no seguir sintiendo, para recordar que hay espacios donde el dolor se ausenta. Nadie esta más ocupado y lleno de panoramas que los que están tristes.
El problema es que podemos pasar de la pena a la anestesia y de ahí de nuevo a la pena, pero hay otro proceso que requiere de reflexión y eso toma tiempo y valentía para sentir lo que sentimos. Sin esa etapa de elaboración del dolor, vamos a repetir y no vamos a aprender.
El consuelo es mejor que la anestesia. Y mejor aún es la combinación de la acción y la reflexión. Para vivir el consuelo necesitamos sentir y lidiar con el miedo de sentir. Sí, me muero de pena, no sé si voy a poder soportar esto, pero no me voy a morir si en vez de pelearlo me detengo o lo atrapo. Es como el abrazo que nos dan otros para consolarnos, solo que esta vez somos nosotros que abrazamos la pena, que le dejamos un hueco, que le permitimos existir aunque nos duela, que la reconocemos como algo propio y verdadero. Y recién entonces, en ese espacio, la pena tomará las dimensiones que de verdad tiene, porque se habrá por fin separado del miedo.
Nadie quiere el dolor. Buscamos la alegría.
Pero la vida es con dolor y alegría y arrancar nos deja solos y confundidos. Mejor hacerle el hueco a la pena, aguantarla, hasta entenderla y hacernos amigos. Va a volver y cuando vuelva tendrá su espacio cariñoso esperándola.
No necesito arrancar.