Witold Gombrowicz, el excéntrico conde polaco que tras llevar una vida paupérrima en Buenos Aires se impuso como el autor de una de las obras más singulares del siglo XX, siempre supo que él era el verdadero alter ego de Borges. Aunque Borges lo ignoró, como lo ignoraron las hermanas Ocampo y su selecta “brigada de choque” de la literatura rioplatense, nucleada en torno a la revista Sur. A esa revista justamente mandó Gombrowicz, en 1951, su libelo “Contra los poetas”. Ese texto es una diatriba contra “la única Deidad que no nos avergonzamos de adorar con gran pompa (..): la palabra del Poeta, la misión del Poeta y el alma del Poeta”. En esas páginas Gombrowicz sostiene que en realidad a casi nadie le gustan los versos, que el mundo de la poesía que pomposamente se mira el ombligo y se congratula otorgándole al Poeta un estatuto por sobre los demás mortales, es un mundo falseado. “Nada más ridículo —dice—, que la manera en que los Poetas hablan de sí mismos y de su Poesía”. Por supuesto, el texto jamás fue publicado por la revista Sur. Y sin embargo, Gombrowicz declara en el mismo ensayo que es extremadamente sensible a la poesía cuando esta se mezcla con elementos prosaicos, y cita a Shakespeare, Pascal y Dostoievski.
En realidad, lo que hace Gombrowicz es ametrallar el mito del poeta romántico, el poeta como “alter Dei”, el artista prometeico capaz de conectar a través de la Poesía con el “Alma nacional”, puesto que para los románticos el Alma de un pueblo no solo existe, sino que radica en su lengua. Es el romanticismo el que impone el mito de los “poetas nacionales”: Goethe, Victor Hugo, Leopardi…. Y en Chile, Neruda. Que es el poeta nacional no solo de Chile, sino de “la nación” latinoamericana (oh, socialismo, oh ideal, ¿por qué has fenecido?).
A propósito: hoy recorro el centro de Santiago y veo la cabeza de Nicanor Parra en el frontis de varias universidades y centros culturales. Esta debe ser una de las pocas ciudades cuyas calles se engalanan con el rostro de un poeta. Un rostro que es un ícono, significa: poesía. ¿Por qué? Gonzalo Rojas: “Ya todo estaba escrito cuando Vallejo dijo: Todavía”. Podríamos parodiar: “Ya todo estaba escrito cuando Parra dijo: Todavía”. Parra hace con los adeptos de la estética nerudiana —y en primer lugar con el “poeta nacional”— lo mismo que hace Gombrowicz con los poetas tardorrománticos de la Mitteleuropa: los desacraliza. “Los poetas bajaron del Olimpo” —acaso su verso más “programático”— apunta a eso: la poesía ya no consiste en una elevación a la Idea, al encuentro del “Alma nacional”, el poeta sale a la calle, mezcla la Poesía con la vida. En los años cincuenta tal vez era posible pensar que la estética de raigambre romántica entraría en un período de agotamiento después de Neruda, su último avatar, y que con ello la sacrosanta poesía chilena podría ser reemplazada en su centralidad por la novela, genero más masivo y prestigioso en la modernidad que la poesía. Pero Parra encuentra un lenguaje y una estética nuevos y hace que el género siga estando en el centro del canon de nuestra literatura. Ese lenguaje de la ironía, de la duda y esa estética de la hibridez se llaman antipoesía. La antipoesía tiene algo de la poesía española medieval: vuelve al “habla”, acoge el lenguaje cotidiano, se masifica: acepta las “palabras” de todos. La poesía se transforma así en caja de resonancia de todos los discursos que atraviesan el espacio social: el del periodismo y el de la sentencia latina, el de la micro y el del erotismo, el de la publicidad y el de la confesión, el del chiste y el de la metafísica. Esta poesía es así mucho más cercana en sus procedimientos de significación a la narrativa que a la poesía romántica. Como la novela moderna, la poesía de Parra es capaz de incorporar materiales lingüísticos de las más diversas procedencias y hacerlos dialogar.
Chile es uno de los pocos países que han sido campeón mundial en una sola cosa: en poesía. Y con Parra estamos asegurados de que la poesía seguirá ocupando todos los registros de lengua y todos los lugares del canon, el central, pero también el marginal. Así, todo en Chile sigue siendo poesía. Y a los narradores solo nos cabe decir: que Dios se lo pague, don Nicanor.