La ola de revivals de décadas pasadas en el cine y la televisión nos inunda de nostalgia por épocas más humanas; pero también, de espanto, por salvajismos afortunadamente abandonados. Personajes que fuman con la guagua en brazos, en el avión, en la micro, en la sala de clase, en el hospital; que tiran basuras por la ventanilla, no conocen de cinturón de seguridad o de casco y a los que se les mueren los niños por pura negligencia. En la misma línea de cosas que resultan tan chocantes como anacrónicas, persisten proyectos inmobiliarios que se instalan en el paisaje del borde costero con rancia torpeza.
Por ejemplo, antiguamente la gente se refería a toda ciénaga como "pantano", un lugar tenebroso donde habitaban ignotas alimañas. Por el contrario, hoy la relación con lo natural se ha vuelto menos tosca y se les denominan "humedales", una luminosa categoría que exuda vida y diversidad. Desde la Convención de Ramsar (1971) son comprendidos como frágiles ecosistemas que deben ser protegidos. Sordos a este avance cultural, los despreciados "pantanos" se han vuelto suelo productivo, posibles de drenar y edificar. Así también se ha ido pasando la rudimentaria betonera por quebradas, dunas y roqueríos de costa. Afortunadamente, una parte de la comunidad civil ha incorporado este valor de paisaje y ha llamado con insistencia a poner atajo a la barbarie, como en el caso de Concón, Algarrobo y Tunquén.
Sin embargo, no pareciera que hubiésemos incorporado los ya no tan nuevos conocimientos a nuestras expectativas de consumo, que son las que al final dictan la pauta a los proyectos inmobiliarios. Seguimos comprando simples metros cuadrados de balcón y piscinas de agua celeste. Seguimos encandilados por la "vista al mar", esa prosaica ambición que degrada los bordes costeros a una gradería hormigonada. Actualicemos nuestro afán de poseer exigiendo un manejo sustentable del paisaje, y dejemos de entretener a los niños con petardos y de educarlos con coscachos. Son brutalidades de otra época.