Si Esteban Paredes no fuera quien es, nadie le habría aguantado que se montara en el macho y no fuera a jugar ante Universidad de Concepción por un conflicto económico originado debido a incumplimientos de su empleador, Colo Colo. Si los dirigentes de Blanco y Negro no hubieran quebrantado la promesa que le hicieron a Paredes, ninguno toleraría con tanta liviandad que el goleador se negara a viajar con la delegación a disputar el partido decisivo para seguir en la Copa Chile. Si Héctor Tapia no siguiera con un discurso más propio de capitán de equipo que de entrenador, no habría quedado como mentiroso al tratar de esconder la razón última de la ausencia del delantero en Concepción.
Paredes sintió que no se le respetaba como el ídolo goleador que es y, más que un golpe de efecto, dio un portazo. Se negó a cumplir su contrato profesional y a jugar, convencido de que su mejor defensa era la gran culpa de su empleador. De ahí en adelante, Colo Colo desnudó a una dirigencia incapaz de dar la cara y asumir que no tenía la autoridad moral para sancionar al jugador -¿en qué medida el problema que aqueja a Leonidas Vial por el caso Cascada habrá influido en esta inacción?- y a un entrenador cuya falta de experiencia en estas circunstancias lo obligó a tener que, lisa y llanamente, faltar a la verdad e intentar proteger al plantel de una manera oblicua.
Lo gracioso es que si alguno de los protagonistas hubiese dicho lo que realmente pasaba, todo este tour de force se habría evitado y casi de seguro no habría sido más que una anécdota de la semana. Nadie habría pensado que quizás con Paredes en la cancha Colo Colo no habría quedado fuera de la Copa Chile (y por extensión de la Copa Sudamericana). A nadie se le habría ocurrido que en esta etapa de Colo Colo S.A. algunos gerentes con directores hacen promesas económicas a sus empleados más destacados sin el conocimiento o aprobación del directorio. Y nadie habría imaginado que un técnico emergente y capaz como Héctor Tapia iba a quedar tan desprovisto de legitimidad por ocultar un conflicto en que él no tiene arte ni parte.
Aunque los distractivos o el desmentido rotundo a las versiones no hayan tardado en surgir, el affaire Paredes es un buen ejemplo para demostrar que ni las sociedades anónimas son capaces de resolver uno de los vicios que históricamente se han enquistado en nuestro fútbol: el encabronamiento de los futbolistas líderes, lo que se entiende por la figura del equipo, cuando algo no les gusta, ya sea una decisión técnica del entrenador que cree lo perjudica, una conducta directiva que no le agrada o un comentario de la prensa que asume lesivo.
Aunque le quedan varios kilómetros que recorrer y otros tantos heridos que dejar en el camino, con el protagonismo asumido en este episodio Paredes se ha encaminado en la senda de lo que alguna vez fueron Marcelo Espina e Ivo Basay, estandartes del caudillaje rudo, o Arturo Sanhueza y "Kalule" Meléndez, los últimos corifeos de una generación más liviana, por mencionar algunos contemporáneos que aleonaban el camarín albo cada vez que había que operar corporativamente en contra de alguien, reaccionar solidariamente a favor de algo o salvarse solos para asegurar el futuro propio y el de la familia.