“La mayor parte de los seres humanos no tiene un egoísmo agudo —explica George Orwell en su ensayo ‘Por qué escribo’—. Pasados los treinta años renuncian a la ambición individual (…) y viven sobre todo para los demás, o bien quedan aplastados por la monotonía y el tedio. Pero hay además una minoría de personas dotadas, voluntariosas, obstinadas incluso, que decide vivir su vida hasta el final, y a esta clase pertenecen los escritores”.
Antes de leer este párrafo me costaba explicarme hasta a mí mismo por qué antes de saber cómo se escribían y qué se ganaba o perdía escribiendo libros, decidí ser escritor. Como para Orwell, ser escritor fue y sigue siendo para mí, esa promesa, la de vivir mi vida hasta el final. Para mí, ser escritor fue, a pesar de la vanidad o el servilismo del que hacemos gala la mayoría de los que escribimos, una forma de ser valiente. La única forma a la que alguien tan privado de coraje físico y de fuerza moral puede acceder.
El escritor argentino Fabián Casas me hablaba el otro día de su fascinación por la gente normal. Criado entre cómicos y vedettes, nada le maravillaba más que el ego invisible de alguna de esas estrellas fuera del escenario. A mí me gustaría ser capaz de ese tipo de admiración. Una amiga se burlaba de mi aspiración a convertirme en estatua. Es ridículo, ya lo sé, aunque quizás menos que la moda de convertirse en cenizas esparcidas en el jardín de la casa de playa. Sé que la fama o la posteridad son ideas vacías y perniciosas, pero me resultan a mí una forma de corcoveo ante la muerte y el olvido. Una rebelión natural ante eso que, aunque sea lo más natural del mundo, me resulta lo más antinatural del mundo, el hecho de que el mundo que estoy viendo siga ahí cuando uno cerró los ojos.
La gente que no acepta la muerte está enferma, pero los que la aceptan están muertos. Es eso lo que me aterra de las reuniones de apoderados, la idea de que estoy encerrado en una morgue. Hablamos con Fabián de Naipaul, que nos parece a los dos una persona abominable y es uno de los mejores, quizás por esa lealtad sin concesiones con él mismo, es decir, con todos los otros que lo habitan. Hablamos de Borges, de Aira, y nos topamos con lo mismo. Queremos hablar de libros, terminamos hablando de moral. Un escritor es bueno o es malo, como el policía es bueno o malo según use la pistola que la sociedad le deja usar, para impedir crímenes y no para cometerlos. El egoísmo puro y duro del que habla Orwell, solo le es permitido al escritor si le permite resistir a nombre de sus vecinos, de sus parientes, de su país, al peso que aplasta a los que se rinden al peso horrible de saber cómo se hacen las cosas.
Visto así, toda la literatura es literatura de autoayuda para el que la escribe mucho más que para el que la lee. Más que un fin, la literatura es un método. Leo así en Paisajes de Luis Cociña, los treinta años que Luis tomó en corregirlo y pulirlo, no para perfeccionar su forma, sino para admitir en ello, por ejemplo, la posibilidad de la rabia o de la melancolía. Su voz entonces se me hace más clara justamente porque detesta al yo con un odio que solo puede engendrar un yo que no se resigna a ser formado, deformado, a terminarse nunca. Leo más o menos lo mismo, aunque en un estilo y tono contrario al de Cociña, en Pista resbaladiza, de Roberto Merino. Crónicas de diez años de vida que son más bien la condensación de dos o tres instantes prolongados por el arte de magia de una prosa que todo lo absorbe y comprende, en páginas y más páginas de la mejor novela chilena que he leído.
Merino, que tiene barba, libros, pasado suficiente para ser sabio, se niega una y otra vez en este libro a serlo. Es quizás su única sabiduría. Le escuché muchas veces aconsejarle a toda suerte de amigos angustiados por dudas artísticas: “Hazlo mal”. Un talento asombroso no le permite a Merino, ni cuando quiere, hacerlo mal. Por ese intento de poner de lado la conciencia y todas esas ideas, de dialogar con la nada, de ser por escrito para al menos ahí respirar.
El egoísmo, cuando es tan puro y tan duro como el de Merino en este libro, se convierte en una forma de generosidad. Hay pocos libros tan desesperanzados y tan esperanzadores como este, donde el asombro de estar vivo no es contado por algo que parece haber vuelto de la muerte para contárnoslo. Es eso lo que distingue a los escritores de cualquier mortal, viven por escrito en un mundo en que toda impostura, cualquiera de las mentiras que nos perdonamos en la calle, se tornan insoportables.