En un Teatro Municipal completamente lleno, volvió a escena "Turandot" (estreno en 1926), ópera póstuma e inconclusa de Giacomo Puccini, que junto a una partitura variada y de construcción admirable tiene el poder de sorprender por el espectáculo que propone.
Notable director, el ucraniano Andriy Yurkevych condujo a la Orquesta Filarmónica por este océano de células melódicas, temas y escalas pentatónicas consiguiendo un discurso sólido y fluido, pleno en contrastes, a través del que dio cuenta de nada habituales líneas de evolución y tránsito de una situación musical a otra, lo que da a su dirección -más allá de la ejecución en sí misma, logradísima- una personalidad singular. Tuvo un gran aliado en el Coro del Teatro Municipal, soberbio en capacidad vocal, precisión y compromiso escénico.
La puesta en escena es clave en "Turandot". Aquí estuvimos ante el ya conocido trabajo firmado por el fallecido Roberto Oswald, con su propia escenografía e iluminación, y vestuario de Aníbal Lápiz, quien también se encargó de reponer el montaje.
Esta fábula truculenta de final discutible y abrupto parece necesitar gran aparato, y aquí lo hubo. Es cierto que durante el primer acto y la segunda escena del segundo todo resulta atiborrado y que las remembranzas de los ministros-máscaras Ping, Pang, Pong no tienen por qué ilustrarse con estas postales anacrónicas que se desenrollan a sus espaldas. Pero el conjunto es fuerte, mientras que el marco suntuoso -no necesariamente bello-, apoyado por trajes ricos en detalles, colabora al impacto visual que se espera.
La régie resuelve poco y no ofrece mucho más que varios desfiles vistosos: uno oscuro y temible, para la ejecución del príncipe de Persia, y otro eterno, dorado y resplandeciente, para el retrasado ingreso de Turandot. Algo mejor, el cortejo funerario de Liú, con esos faroles chinos de énfasis melancólico. El trabajo de actores de los personajes principales fue rutinario y anticuado, y de nuevo se optó por acentuar la comedia y el grotesco en el movimiento de la tríada de ministros, incluso con algún amaneramiento. Qué bueno sería ver una puesta que en vez de peraltar el chiste se atuviera al lamento que cantan en su difícil escena del segundo acto, donde se develan como la conciencia de China.
Gran triunfo tuvo la joven soprano chilena Paulina González, quien encarnó a Liú. Su material es dúctil, de un color y una vibración especiales, y la cantante maneja de manera admirable la messa de voce -técnica de control de dinámicas que consiste en emitir una nota en pianissimo para abrirla y hacerla más poderosa hasta un forte y luego reducirla hasta el pianissimo otra vez-. Paulina está destinada a hacer una gran carrera aquí o donde ella quiera. Su juego teatral por ahora es convencional, lo que seguro madurará con el tiempo.
La misántropa y traumada princesa Turandot llegó en voz de la competente soprano portuguesa Elisabete Matos, quien comenzó fría e inestable, pero que ya en la escena de los enigmas extrajo de sí todo su potencial, impactando -a pesar de su emisión algo engolada- con sus agudos afilados y buenos graves. Siempre musical, es también una actriz comprometida con su papel. Esto último no es el caso del tenor lituano Kristian Benedikt, de gesto teatral ausente, quien entrega un Calaf monolítico a través de una voz opaca y débil en el centro, si bien poderosa y libre en los agudos, lo que le permite hacer un buen segundo acto y rematar de manera efectiva "Nessun dorma". El bajo ruso Alexey Tikhomirov fue un Timur de noble canto, sonido romo y emotiva entrega.
Extraordinario el afiatamiento musical de Patricio Sabaté, Pedro Espinoza y Gonzalo Araya, un lujo como Ping-Pang-Pong; musicales, divertidos y conmovedores, son a la vez muy buenos actores. El tenor José Barrera y el barítono Cristián Lorca cumplieron con éxito como el anciano y cansado Emperador Altoum y como el temible Mandarín, respectivamente.