¿Qué es lo que diferencia a una buena película de una realmente brillante?
La pregunta es pertinente si uno observa la montaña de premios recogidos por una de las revelaciones europeas de la temporada: "Ida", del polaco Pawel Pawlikowski. Exhibida en el Festival de Toronto, en 2013, lentamente fue corriéndose la voz de que se trataba de un filme extraordinario y ya se la da por virtual nominada al Oscar a Mejor Película Extranjera. Lo interesante es que cuando uno está frente a ella, ese aroma a obra maestra no se siente en absoluto, más bien todo lo contrario. Su verdadero atractivo reside en la modestia y la simplicidad de su ejecución.
"Ida" no es el "gran filme europeo de esta era" ni una "obra revolucionaria", apenas es la historia de Anna, una novicia que -poco antes de tomar sus votos definitivos- es enviada a conocer a su tía, quien le revela que su verdadero nombre es Ida Lebenstein, que sus padres fueron asesinados durante la Segunda Guerra, a manos de los mismos campesinos que los ocultaron de los nazis y que la casa en que nació ahora es habitada por los criminales. ¿Quiere acompañarla en busca de sus orígenes o prefiere volver al convento?
Una oferta así puede dar paso a un filme lleno de intrigas, cabos sueltos y trágico final, pero casi nada hay en la película que un espectador atento no pueda ir imaginando por anticipado. Ida y su tía Wanda tienen una buena idea de lo que encontrarán al final de la travesía: recuerdos que se remueven, fantasmas de horrores indefinibles. No se trata solo de descubrirlos sino de tener el estómago para lidiar con ellos. El dilema no es muy distinto al que vive un espectador que atraviesa por las nueve terribles e inolvidables horas de "Shoah" (1985), el documental de Claude Lanzmann sobre los campos de exterminio de Chelmno, Auschwitz y Treblinka. Lanzmann comenzó a recorrer la campiña polaca en la misma era en que Ida está ambientada -principios de los años 60- y fue testigo de similares verdades ocultas, y crímenes sin castigo. Tal como el documental, la cinta de ficción es particularmente sensible ante la actitud indolente y desmemoriada de los que sobrevivieron a costa de cometer lo indecible, pero tampoco es condescendiente con quienes, como Wanda, quedaron del lado de las víctimas y adoptaron la actitud del que no ve y el que no siente, a costa de su integridad.
Puesta al medio y recién liberada de su retiro espiritual, la joven Anna/Ida no puede evitar sentirse distante al drama y -filmada en blanco y negro, y compuesto en el clásico formato de 1.33, el mismo de los antiguos televisores- la película tiende a reflejar esa actitud en planos de extraordinaria perfección (no hay plano en "Ida" que no sea insólitamente bello y preciso): los personajes aparecen rodeados, casi aplastados, por grandes espacios vacíos, como si el cielo estuviera a punto de caerles encima.
La estrategia funciona en la medida en que el filme se aferra a su modestia; pero, en los breves instantes en que se obliga a pulsar en su audiencia la cuerda de la emoción, el hechizo se rompe: el espectador súbitamente recuerda que lo que está viendo es una película, una puesta en escena con actores, y que la belleza no sirve para enmascarar ni menos embotellar el dolor.
IDA
Dirección de Pawel Pawlikowski.
Con Agata Trzebuchowska y Agata Kulesza.
Polonia, 2013, 79 minutos.