De Hans Castorp -el protagonista de "La montaña mágica"- recuerdo (en verdad, es lo único que recuerdo de él, un personaje un tanto opaco para mi gusto) que dividía sus horas de ocio en el lujoso sanatorio de Davos en tres secciones: escuchar música (ópera, sobre todo), pasear y ensoñar. Las dos primeras son razonables y relativamente frecuentes; en cambio, consideré extravagante dedicar una parte del tiempo propio a cultivar fantasías y alimentar ensoñaciones. Entiendo por "ensoñar", según una definición básica, la capacidad de formarse imágenes mentales, usualmente siguiendo una ilación narrativa, sin que exista una correlación perceptiva.
Es, aunque al principio no lo parezca, uno de los visitantes más frecuentes de nuestra vida cotidiana. De ordinario, flota a poca altura, sin alejarse demasiado de las orillas conocidas: repetimos mentalmente un diálogo que ocurrió hace poco con ligeras variaciones, imaginamos cómo deberíamos haber actuado y ponemos en nuestros labios las palabras que ahora creemos que deberíamos haber dicho. En otros casos, a partir de un episodio mínimo -un par de encuentros con cierta persona- nos sorprendemos construyendo en nuestra cabeza un pequeño "cuento".
La ensoñación diurna (asociada a la facultad de imaginar en su sentido más propio) ocupa, así, silenciosamente momentos vacantes de nuestra conciencia - mientras se conduce un automóvil o se espera al dentista, por ejemplo- sin que, al final de cuentas, aparente ser sino una actividad ociosa de nuestra mente que viene y se desvanece sin mayor vestigio, a veces, que un suave placer compensatorio o un eco desagradable.
Sin embargo, es posible que, como la práctica de Castorp lo anticipa, existan también poderosas razones para ampliar y fortalecer esa disposición magnífica de nuestro espíritu. La ensoñación es la manera que tiene nuestra conciencia para despegarse de la percepción inmediata; es una gran libertad (es decir, potencia) que nos fue concedida. En la novela de Mann -convertida en refinamiento diario- es un lujo para aristócratas enfermizos, pero ello no le resta su valor universal y de lujo. De hecho, una de las dimensiones de la miseria (personal y social) es, sin duda, que sofoca la capacidad de ensoñar. El arte deviene, entonces, a mediano plazo, tanto en el polo de la creación como en el de la contemplación y disfrute, hacia un realismo chato y complaciente o se encierra en un hermetismo casi no comunicativo, e, incluso, la ciencia y la tecnología, a la larga nutridas también por ella, arriesgan derivar en imitación y rutina académica.