La historiadora Paulina Peralta en su libro "¡Chile tiene fiesta!" se aventura a formular una hermosa hipótesis: la opción por el 18 como fecha de conmemoración de la Independencia estaría relacionada con las bondades que ofrece el paisaje en septiembre a nuestros hábitos de recreación. Los campos brotando, los eriales cubiertos por hierbas y flores, el majestuoso espectáculo de la cordillera nevada, ofrecían un escenario inmejorable para las promesas republicanas de prosperidad y sentido patrio.
Por entonces, la ciudad acostumbraba a volcarse puertas afuera cada vez que las tibiezas del clima lo permitían. Se celebraba colectiva y cotidianamente; sin efemérides mediante. Esos hábitos fueron también el almácigo de nuestro espacio público moderno, mezcla de cancha, alameda y jardín. Mery Graham anotó en 1821 que los chilenos tenían una verdadera afición por los entretenimientos campestres, por el mate bebido a la sombra de un árbol y por trasladarse con camas y petacas a los baldíos para ir remoliendo en chinganas y ramadas. De gañán a caballero y atiborrando de carretón a carruaje, se repetían estos ritos de domingo a domingo. A propósito de esto, Vicuña Mackenna (1857) decía que existían dos Santiagos: "Uno de adobe i de cal i otro de ramas entretejidas". Nutrida de verde, brisa, comistrajo y bebida abundantes, la alegría urbana pudo así sobrevivir a la austeridad monacal que imponía la arquitectura de la aldea republicana. Los paseos luego se tornaron parques y, a fines del siglo XIX, un visitante colombiano se admiraba de que los chilenos lo convidaran a darse "baños de aire" en sus envidiables y oreados espacios públicos.
Hoy contamos con menos área verde per capita y cuesta ver la cordillera entre el esmog y el cemento, pero nuestros corazones campestres siguen vibrando con las brisas de septiembre. Estas fiestas patrias no dejemos de ventilarlos en el espacio público, esa magnífica plataforma niveladora en la que un día celebramos todos juntos. ¡Y que viva la República, compatriotas!