Cuando un hecho de la vida diaria se convierte en suceso policial, el lugar donde ocurre adquiere un protagonismo decisivo. El lugar y también el tiempo, se podría decir. Cada caso de la crónica roja corresponde a un cruce de destinos. Muchas veces es el azar el que enhebra esos encuentros. Quizás cuántas veces un par de minutos de atraso, una indecisión al salir de la casa, un caprichoso cambio de vereda, en fin, cualquier modificación no presupuestada de nuestra ruta nos ha evitado meternos en una situación fatal, nos ha librado de la muerte.
Viendo todos los días las noticias televisivas, da la impresión de que seguimos vivos por milagro. La conciencia de nuestra fragilidad ontológica se abisma ante esos episodios tan frecuentes en los que una persona que salió a comprar el pan termina asesinada por el rebote de una bala perdida.
René Vergara, el escritor detective, estaba muy cercano a estos temas. Es posible que su formación profesional haya incidido en que habitualmente nos ofrezca en sus relatos impagables descripciones de casas, calles y barriadas. Se trata de textos quizás irregulares —que oscilan entre el cuento y la crónica—, pero siempre se nos aparecen “estructuralmente circunstanciados”. En la mirada detectivesca, cada detalle del entorno podría pasar a ser significativo, determinante. Si otro detective anterior no hubiera ya ostentado el apodo de Vivo el Ojo, el mote le hubiera quedado bien a Vergara.
Hace unos días me encontré una selección de sus textos en una biblioteca. En un minuto, a la velocidad del hojeo, ya estaba inmerso en la descripción de un suburbio santiaguino de los años cincuenta, el lugar de un crimen: una zona de cerros pelados, fronteriza con un paso bajo nivel, con el río, con un basural y —en su extremo remoto—– con el aeropuerto, entonces en construcción. A pesar de la sequedad del suelo, en sus calles precarias se veían acacios, pinos, cipreses, palmeras y sauces grises.
Pensamos que el comportamiento de la realidad es en general indeterminado, que solo hay relación entre las causas y los efectos. En este sentido, la existencia de lugares “cargados” solo sería una superstición. Pero el lugar de cualquier crimen tiene una carga afectiva feroz. A los excesivamente racionales los desafiaría a irse a vivir por un tiempo a una casa donde se cometió un crimen alevoso. Entre chanzas, en compañía y a la luz meridiana, nadie cree en fantasmas. Otra cosa es “en las horas lúgubres” y en la soledad.
Quizás la obra más apreciable de René Vergara sea su autobiografía, publicada años ha en una colección de Nascimento. En ella, según recuerdo, con su habitual tendencia al registro visual, Vergara nos ha dejado imágenes adhesivas de la vida en un Santiago ya extinguido pero que aún lanza algunos destellos al sur de la avenida Matta, en las inmediaciones de Franklin, en los deslindes del Matadero.