Es difícil que alguien que nació hace cien años tenga demasiado futuro. Uno es sin dudarlo Nicanor Parra, un autor que acaba de publicar este año un libro arriesgado y nuevo, Temporal, más joven que la mayor parte de la poesía joven que se publica en el Chile de hoy. Parra corre en esto sin embargo con la ventaja de seguir vivo. Más extraño es el caso de Adolfo Bioy Casares, que es hoy mucho más joven que cuando murió hace quince años. Una juventud que resalta aún más si se le compara con otro gran centenario argentino, Julio Cortázar, un hombre que hizo de la juventud todo un programa vital y literario, justo cuando Bioy escribía proféticamente una novela, Diario de la Guerra del Cerdo, donde brigadas de jóvenes se dedicaban a asesinar ancianos.
Nacido el mismo año 14, Cortázar dejó la corbata después de cumplir los cuarenta, para adherir a todas las vanguardias y revoluciones posibles. Jazz, surrealismo, boom, Cuba, barba negra, Beatles y chaqueta de tweed le era difícil esconder a pesar de esa aparatosa lozanía cierta erudición de “argentino exquisito”, como diría el propio Bioy. Traductor de Poe y Yourcenar (uno de los mejores), validador de Lezama Lima, Cortázar no logró nunca esconder una enorme y sofisticada cultura que lo alejó finalmente del vitalismo revolucionario en que hubiese querido embarcarse del todo al final de su vida. Bioy Casares hizo alarde, al revés, de vivir fuera de su tiempo, lejos de cualquier entusiasmo que no fuese el odio sistemático a Perón y el peronismo. Gran señor, ex jugador de polo, seductor impenitente, soportó sin quejarse ser para el mundo Adolfito, el cuñado de Victoria Ocampo, el marido de la enigmática Silvina Ocampo, el jovencito de buena familia con el que Jorge Luis Borges caprichosamente se empeñaba en firmar cuentos y prólogos.
Reservó para el final, cuando no estuviera para verlo, el golpe de gracia. No se rebeló nunca contra el magisterio de Borges para hacerlo de la manera más definitiva póstumamente, al convertirlo en el protagonista de Borges, un libro grueso, chismoso, vivo como pocos libros en nuestra lengua. Un libro en que Borges está en todas partes, que es al mismo tiempo el más antiborgiano de los libros.
Imperfecto y monstruoso, sin trama y lleno de personajes que entran y salen a un fulgurante ritmo que más que leer, vivimos. Los diarios de Bioy son el reverso exacto de La invención de Morel, la novela con que Bioy logró la misión imposible de escribir una novela que hiciera completamente feliz a Jorge Luis Borges, enemigo declarado del género novelístico. El resto de su obra resulta, a la luz de los diarios póstumos, un intento de salir de esa trampa, la de la trama como un perfecto juego de ajedrez en que nada es lo que parece. Sus novelas adquirieron con los años más carne y más sangre, aunque seguirán negándose a la psicología, la sociología y otros horrores terminados en gía. El Bioy que leía y sabía todo empezó a permitirse de a poco improvisar, adivinar, dejarse ir, dormir al sol, como se llama una de sus novelas. La lectura de La hermana menor, la biografía de su esposa Silvina Ocampo, seguida con complicidad y rigor único por Mariana Enríquez, nos muestra el otro lado de esa lucha al borde del abismo por conseguir una libertad que hoy nos haría ruborizar. Una vida vivida a través y por los libros pero que no se niega a ninguna aventura ni tentación de este mundo, y del otro, guardando las apariencias de una perfecta familia de patricios cultos que dedica su tiempo libre a traducir del inglés libros inencontrables.
Evitando como la peste los límites de la identidad, Bioy eligió el humor como escape a todas las expectativas y misiones que le asignaron. Un humor que no toma en serio ni a sus amigos, ni a sus enemigos, ni mucho menos a su extraña familia, pasados todos por el rasero de una prosa que se va desnudando de a poco de todo cuidado, escapando de toda tentación barroca, de todo falso pudor para concentrarse en el verdadero pudor, el taparrabos con que debemos cubrir tarde o temprano nuestra vergonzosa vanidad.
¿Dónde poner a Bioy? ¿Qué hacer con él? Ni un clásico, ni otra cosa, un reaccionario que no respeta ninguna convención, un destructor de mitos y estatuas en un país animista que vive del culto vudú a los muertos. Bioy conservó hasta la muerte, y mucho más allá de ella, una independencia a la vez testaruda y feliz. Es quizás la razón por la que mientras el melenudo Cortázar tiene calle, y homenajes oficiales y de los otros, el afeitado y cuidadoso Bioy cumple cien años casi a solas. Demasiado vivo para estar muerto, demasiado muerto para que las autoridades se dignen a visitarlo, Bioy es hoy cien años más joven que cuando nació, hace justo 100 años.