Debemos al río Maipo gran parte de la forma de Santiago. Mientras el temperamental Mapocho nunca permitió la irrigación al sur de la Alameda, con la canalización del Maipo se logró conquistar lo que hasta entonces era un triste peladero. En sus memorias, Vicente Pérez Rosales (1886) señalaba que el sur de Santiago a principios del siglo XIX era una "hornaza" árida, compuesta de "inútiles eriazos", en donde no se escuchaba ni el canto de las diucas. Esto cambiaría drásticamente con la obra del canal San Carlos y el sistema de canales que irrigaría nuevos campos y viñedos con las aguas del Maipo.
Imaginada y abandonada varias veces en La Colonia, la obra de canalización solo se energizó en el siglo XIX, por lo que se volvió representativa del espíritu republicano. Fue una industria moderna y asociativa; cultura fértil que se levantaba en contraste a la estéril barbarie colonial. Como señalaba el mismo Pérez Rosales, la obra de ingeniería "ha cambiado súbitamente en un verdadero jardín de delicias las áridas i ardientes llanuras que rodeaban a la ciudad de Santiago". Y, efectivamente, los vergeles agrícolas dieron rápidamente paso a nuevos barrios residenciales y ajardinados. La trama urbana se estiró hacia el sur y con la red de canales se nutrieron parques y avenidas arboladas. Así es como una obra productiva inventó en el yermo Santiago un nuevo paisaje característico: una identidad urbana asociada al verde, al frescor y la sombra.
Por las venas de Santiago siguen corriendo las aguas del Maipo y los oídos atentos pueden escuchar bajo algunas calles como su torrente hoy murmura pesares. Porque nuevamente se está alterando de forma sustancial su cauce, con pingües beneficios productivos pero escasas consecuencias civilizatorias. A los santiaguinos, que nos hemos servido del paisaje del Maipo para conformar el nuestro, debiera preocuparnos especialmente que las obras que se están realizando en nuestro río sean efectivamente más documentos de cultura que de vergonzosa barbarie.