Salimos con lágrimas en los ojos. Indisimulables. Fue el martes, en una sala tres cuartos llena del GAM, con Alejandro Ortiz (clarinete), Miguel Ángel Muñoz (violín), Nicolás Benavides (chelo) y Dafna Israel (piano). Estos músicos, algunos de ellos experimentados miembros de la Orquesta Sinfónica de Chile, ofrecieron un concierto memorable, por la terrible dificultad técnica, pero sobre todo por la enorme demanda musical; espiritual, al fin y al cabo. Se llaman a sí mismos "Cuarteto Sinfoclásico Chileno", pero ese nombre poco eufónico apenas anuncia la potencia de la que son capaces.
El programa partió con "Contrastes" (1938) de Béla Bartók, un trío con la rarísima combinación de clarinete, violín y piano, fruto de una petición del violinista Joseph Szigeti y del famoso clarinetista de jazz Benny Goodman. Bartók escribió (y luego reescribió) una magnífica pieza basada en temas húngaros y rumanos, con una complejidad y exigencia inauditas: hay cadenzas (solos) para el clarinete y el violín en los movimientos extremos, y una armonía colorida, enmarcada en un intrincado ritmo en el piano. El Sinfoclásico entregó la pieza con madurez y naturalidad, como esos conjuntos que muestran un fiato antiguo. El talento y el oficio de Alejandro Ortiz quedó en evidencia en su parte solista, entregada con pausas largas, pensando (y haciendo pensar) cada frase que tocaba.
Siguió el "Cuarteto para el fin de los tiempos" (1941) del francés Olivier Messiaen, compuesto y estrenado en las extremas circunstancias de un campo de concentración donde el compositor, un clarinetista, un violinista y un chelista estuvieron confinados durante la ocupación alemana. Inspirados en un pasaje del Apocalipsis, acompañados por las alucinaciones que produjeron el hambre y el frío, sus ocho movimientos van desde un canto de pájaros de amanecida hasta la insondable y a la vez luminosa reflexión sobre la inmortalidad de Jesús.
De una entrega parejamente comprometida, hay que destacar "Abismo de los pájaros", para clarinete solo, en el que volvió a brillar Ortiz; el "Loor de la eternidad de Jesús", con Benavides entregando sentidamente las frases largas y la puntualidad de Israel en el piano; la magnífica y dificilísima "Danza de la furia, para las siete trompetas", con todos al unísono en ritmos quebrados; y el final del emocionante violín de Muñoz, con un pulso cardíaco en el piano de Israel, que hizo que, alucinadamente, nos convirtiéramos en los 400 prisioneros sin esperanza terrenal que lo escucharon por primera vez.