"Otello" (1887) volvió al Teatro Municipal de Santiago en un atractivo montaje que combina el sabor verdiano con un homenaje a William Shakespeare, de quien pende la historia tratada en el excelente libreto de Arrigo Boito.
Paulo Samaritano, inteligentemente, encuentra la forma de entramar la ópera con la gran tragedia del bardo de Stratford-upon-Avon, al organizar su puesta en escena como si se desarrollara en El Globo de Londres. Su juego -donde conviven el metateatro (teatro dentro del teatro) y los elementos de dispositivo escénico usados en la época isabelina con otros de nuestros días (uso de proyecciones, acciones simultáneas)- no disocia nunca lo que se espera sea "Otello" en términos dramáticos, y a la vez aporta un punto de vista y una serie de buenas ideas. Entre ellas, la participación del coro como protagonista y a la vez espectador, mientras que los propios personajes principales resultan ser tanto las figuras de un espectáculo lírico, como los actores de una representación integrada en otra. A eso se debe la presencia de un escenario móvil donde comparecen desde figurantes de una mascarada que anticipa la traición de Iago, hasta la propia reina Isabel I, quien defendió las artes liberales durante su reinado.
Este "Otello", por lo tanto, en lo visual, más que referir a la Venecia del Renacimiento o a Chipre, es un "Otello" vestido al estilo del teatro del siglo de los Tudor, en el marco de un coliseo de madera de varios niveles que remite a The Rose, The Courtain o The Globe, y que se arma y desarma como si fuera un mecano (escenografía e iluminación de Enrique Bordolini). La debilidad estuvo en el dominio de un cierto desorden en las escenas de conjunto, en la cohabitación de protagonistas y coro en momentos donde lo que se quiere es intimidad, y en la superposición de planos que se anulan; como sucede, por ejemplo, cuando Cassio va donde Desdémona a pedirle que interceda por él ante su marido (segundo acto). Además, el cuarto acto se escapa de todo esto y convierte la habitación del asesinato en una cámara siniestra de corte vampiresco, aunque luego se retoma la idea isabelina para presenciar el suicidio del moro, en una de las imágenes de conjunto de mayor logro estético del montaje (sombras sobre un intenso color amarillo). El vestuario (Luca Dall'Alpi) sigue la misma línea, con guiños al teatro inglés, pero llama la atención -y no se entiende- que entre el coro comparezcan algunos integrantes vestidos para óperas como "Andrea Chénier", "Rigoletto" o incluso "Suor Angelica".
La dirección musical del italiano Antonello Allemandi fue de menos a más. En el primer acto dominó un sonido algo estruendoso y duro que apenas se suavizó en el dúo de amor, donde debe primar la riqueza camerística de la música, el vuelo de los giros y los cambios de tono, y la belleza expresada a través de la extraordinaria variedad cromática. El lirismo no tuvo despliegue suficiente, por lo tanto. Avanzando en la partitura, hubo adecuadas aproximaciones al motivo del bajo para las reflexiones de Otello en el tercer acto, y se pudo escuchar el llanto de los violines que describen su sufrimiento. El complejo concertado con que termina el tercer acto estuvo muy bien resuelto, con contundencia vocal y musicalidad de parte del Coro (director Jorge Klastornick), y la escena final, desde el fino preludio para la delicada "Canción del Sauce" y hasta la muerte de Otello, se desarrolló con la sutileza suficiente.
El famoso moro es un rol de enormes dificultades tanto musicales como específicamente vocales y teatrales. Más allá de que se necesita un tenor dramático que debe alcanzar, aunque solo de paso, el Do 4, Otello está construido sobre múltiples matices. Este héroe "oscuro", tal como el compositor y el libretista lo describieron, está en voz del lituano Kristian Benedikt, cuya entrega va más por el salvajismo y la desesperación que por la expresión de la vulnerabilidad de su gloria, de sus contradicciones y de la opción inconsciente por un camino de autodestrucción. Pareció evidenciar problemas durante el primer acto (tosió varias veces durante la representación), pero luego tomó vigor, logrando convencer no con un tratamiento refinado del canto y de la aproximación psicológica, sino con una entrega de constante empuje y garra.
Iago fue el barítono azerí Evez Abdulla, de buen material vocal y mejor en la declamación que en el canto en línea. Comunicó con éxito, pero también con demasiada insistencia, la fuerza diabólica del malvado de la historia, lo cual limita el siniestro rol descrito por Boito como un ser que debe parecer "jovial", "honesto" y hasta "bondadoso", condiciones que hacen que sea respetable para todos salvo para su mujer, Emilia, que lo conoce. La soprano estadounidense Keri Alkema, quien debutó en Chile en 2011 como Amelia en "Simón Bocanegra", encarnó una muy solvente Desdémona, con la voz plena de armónicos y pianísimos en regla, segura en lo musical y expresiva como actriz. Cassio fue el tenor chileno Sergio Jalaz, de voz lírica neta y convincente actor, mientras que la mezzo Evelyn Ramírez suma otro éxito a su carrera con su entrañable, sumisa y finalmente valiente Emilia, un rol de no tanto compromiso al que supo sacar partido. Se contó también con la apropiada intervención de Alexey Tikhomirov (Lodovico), Claudio Fernández (Rodrigo), Sergio Gallardo (Montano) y Javier Weibel (Heraldo).