Con El vendedor de pájaros Hernán Rivera Letelier alcanza a un número cercano a quince novelas publicadas. En conjunto ofrecen una sólida, notable y característica identidad literaria; una fisonomía narrativa de rasgos tan personales e inequívocos que para algunos lectores sería un mérito y para otros, un demérito. Lo cierto es que cuando una nueva novela de Hernán Rivera Letelier llega a nuestras manos podemos anticipar con facilidad sobre qué asuntos y temas vamos a leer; qué tipo de personajes y conflictos encontraremos en el proceso de la lectura siempre dibujados en oposiciones, con trazos fuertes y con la precisión de un diseño gráfico que les otorga una fisonomía rayana en la caricatura; qué repertorio de imágenes utilizarán las voces narrativas para apropiarse de nuestro interés y cuáles serán los rasgos más sobresalientes del estilo con que tales voces se hacen escuchar. Quizás el único cambio que se ha producido en los veinte años que separan a La reina Isabel cantaba rancheras de El vendedor de pájaros es una progresiva fiscalización del punto de vista: la visión más abarcadora del mundo salitrero que ofrecían las primeras novelas de Rivera Letelier ha sido reemplazada en sus últimas narraciones por la focalización en un personaje característico desde el cual se nos proyecta a su mundo inmediato.
Cabe preguntarse entonces por qué, pese al efecto de lo conocido que en otros autores podría conducirnos a ignorar sus nuevas ofertas literarias, seguimos leyendo con interés las novelas de Rivera Letelier. La respuesta es muy sencilla: porque posee indiscutibles agilidad y destreza narrativas. Es capaz de representar una y otra vez los mismos o similares asuntos con renovado brío y brillantes tonalidades que no por repetidas empalidecen, y manifiesta notable ingenio para construir textos novelescos a partir de la confluencia de distintas formas de discurso, de entre las cuales sabe echar mano con muy buenos resultados a los repertorios de trucos narrativos de melodramas y teleseries, truculencia incluida. El propósito de El vendedor de pájaros es mostrar la participación que tuvieron las mujeres en la vida cotidiana de las salitreras y sobre todo en las luchas por la justicia social que estallaron a comienzos del siglo XX y que terminaron en las sangrientas represalias que las novelas de Hernán Rivera Letelier han representado con frecuencia. La historia se desarrolla alrededor de 1926 en la oficina salitrera Desolación, a la que se identifica, al igual que el pueblo de Comala imaginado por Juan Rulfo, como el umbral del infierno. El conflicto nace con la llegada de Rosalino del Valle, personaje proveniente de la famosa subasta de Mi nombre es Malarrosa , vendedor de pájaros, agitador social y amigo de Luis Emilio Recabarren, para cumplir un compromiso contraído con Lucila, la profesora primaria del lugar. Junto a cuatro amigas, Lucila viene preparando silenciosamente un evento cultural a espaldas de los despiadados sicarios del administrador de la oficina. La atracción sentimental surge de inmediato entre Rosalino y Jordania, sirvienta en casa del administrador, muchacha que también es objeto del bestial apetito sexual del jefe de vigilancia de la oficina, tan malo y aborrecido por los pobladores que ni siquiera tenía apodo. El carácter melodramático que adquiere desde temprano el conflicto servirá, pues, una vez más, para introducirnos en un mundo salitrero originalísimo, único, construido a partir de las informaciones del discurso histórico pero sobre todo de la retórica personal de imágenes a que nos ha acostumbrado el autor en sus novelas anteriores.
El toque final de la pericia narrativa de Rivera Letelier consiste en enmarcar la trágica historia de Desolación entre dos fragmentos que la proyectan al ámbito de lo posible, de la fantasía, la leyenda o la imaginación pesadillesca. Un buen golpe de efecto para obligar al lector a tomar sus propias decisiones, pero que sobre todo es la rúbrica de una novela que insiste en su condición de tal.