Más allá de la moda sonsa que ha hecho reverdecer hasta las fachadas del retail, los huertos urbanos pueden ofrecer un reducto de redención a varias tribulaciones de la vida contemporánea. Pero el giro hacia lo hortícola no es para nada nuevo, y siempre ha estado acompañado de una serie de cometidos que desbordan la necesidad alimentaria.
Por hambre vuelven la mirada a la tierra hasta las almas más encumbradas. Pienso en el juramento de prosperidad, madurez e independencia que profiriera Scarlett O'Hara sobre su huerto desatendido. "¡Ante Dios lo prometo: jamás volveré a tener hambre!", depreca al cielo, y empuñando una mustia zanahoria se vuelve una mujer moderna. La amenaza del hambre producto del racionamiento, fue también lo que movió a los ingleses a cultivar hortalizas en los parques públicos durante la campaña de 1942 "Dig for Victory". El alimento provisto por el suelo patrio insufló la moral de los británicos para hacer frente a la Alemania nazi. En ambos casos, se pretendía hacer brotar de los huertos algo más que verduras.
No por hambre, María Antonieta se hizo su propia granja en Versalles para jugar a la campesina. El mundano trabajo con gansos y vacas encendía en ella fantasías más sensuales y vívidas que los banales salones dorados. En el siglo XIX, los Falansterios de Charles Fourier (1829) pretendían exprimir la naturaleza bondadosa intrínseca del ser humano, trabajando los campos bajo estrictas leyes comunitarias. Algo parecido tramaba Le Corbusier (1933) con la verdure que proveía junto a las masivas Unidades de Habitación: huertos colectivos que hacían de contrapunto a las alienantes formas de la era maquinista.
Si los cometidos son ciertos, más que para el estómago, necesitamos huertos para nutrir nuestra vida cívica. En una ciudad donde sobran estructuras que fomentan el consumo y el individualismo, nos hacen falta lugares donde esperar con paciencia los frutos del trabajo, compartir las responsabilidades y retejer los lazos comunitarios.