El ministro Arenas fue enfático esta semana: "Se está tratando de armar una teleserie con el acuerdo tributario". Luego afloró la soberbia propia de los ministros de Hacienda: "hay algunos extras que quieren ser protagonistas".
Lo cierto es que la teleserie no "se está tratando de armar". La teleserie lleva cuatro meses al aire...
Todo comenzó con un libreto escrito en el fragor de la campaña y con la borrachera de pensar que había que cambiarlo todo.
Así, a uno de sus protagonistas lo llamaron FUT. Y el guión fue hábil para hacerlo parecer desde el primer día como el asesino, como el causante de todos los males. No cabía otra posibilidad que la historia terminara crucificándolo, o al menos -como a Arístides en la Antigua Grecia- mandándolo al ostracismo. Aunque nadie tuviera muy claro el porqué.
El libretista principal Arenas asumió el rol protagónico y se erigió como el sheriff de la historia. Rápidamente anunció una serie de medidas draconianas. Se subirían fuertemente los impuestos, se condenaría a muerte al malévolo FUT y se establecería un nuevo orden al que bautizaron como "renta atribuida".
Siguiendo el paradigma griego, se necesitaba un semidiós, y lo llamaron Servicio de Impuestos Internos. Una especie de Hércules que representara la valentía, el orgullo, la fuerza y el vigor. Así, aparecieron las nuevas atribuciones que dejaban a toda la población a expensas de su dedo pulgar. Varios personajes menores nos intentaron convencer de que "el computador del SII" lo podía controlar y solucionar todo. Nada podría contra él, ni siquiera el enredo de la renta atribuida.
La música de fondo debía seguir tal cual. Nada malo ocurriría. La utopía era perfecta: más recursos, más equidad, más felicidad. Un futuro esplendor.
Los malos de siempre en esta teleserie serían la derecha y los empresarios, que -por cierto- había que hacerlos aparecer siempre juntos a escena.
Pero de pronto algo pasó. Surgieron imprevistamente otros personajes que alzaron la voz en contra. Así, aparecieron Velasco, Aninat y Escobar, a quienes el guión sutilmente dio a entender que estaban vendidos a los malos. De pronto aparecieron otros economistas serios, muchos ligados a "los buenos", como Marfán y Agostini, diciendo que la cosa no se veía nada bien.
Y mientras de fondo la música seguía sonando, al empleo, a la inversión y a la economía chilena les empezaba a entrar agua. Y lo peor de todo: el rating de la teleserie bajaba semana a semana. La gente empezó a darse cuenta de que esto no era una comedia, sino que podía transformarse en un drama.
Las alarmas sonaron y las luces rojas se prendieron. De urgencia se convocó a los libretistas para dar un vuelco notorio. Cada vez era más claro que esto no podía seguir así. Y peor aún: que el malo no era tan malo y que la verdad revelada no era tal. Que si no se daba un giro dramático, el barco podía terminar hundiéndose.
Se escribió una fe de erratas gigante, se le tiró un misil a la Cámara de Diputados y a los radicales se los subió arriba de la retroexcavadora para sacarlos de la historia.
Inesperadamente apareció la pequeña cocina de Zaldívar y las galletas de Fontaine. Así, entró a operar una confraternidad secreta que lo arregló todo. El sheriff salió a decir que lo que ayer era malo, ahora no era tanto; que lo que ayer era bueno, ahora había algo mejor y que no se acordaba que había dicho que sus propuestas no afectarían al país. Donde había dicho "digo" ahora decía "Diego".
El cambio en el guión permitió dar un vuelco en el rating . Pero la teleserie, pese a que le faltan algunos capítulos y que mejoró al final, sigue siendo mala, inconexa y absurda. Hubiera sido mejor subir a 30 por ciento el impuesto a las empresas, bajar a 35 el de las personas, y haber dejado todo como estaba. Nos habría ahorrado tiempo a todos, el resultado habría sido menos malo y no se habría develado que el libretista era sumamente inexperto.