La iglesia católica, apostólica y romana está condenada, con uno de sus dos Papas, a ganar este mundial. Una fiesta brasileña que disfrutan alemanes y argentinos; ese podría ser un resumen perfecto de los equilibrios de poder en el Vaticano. El fútbol es por lo demás uno de los pocos deportes en que no ganan los budistas, los ex marxistas, los ortodoxos o los evangélicos, que arrasan en los olimpíadas de invierno y verano. Juego de redención en que los últimos suelen muchas veces ser los primeros, gloria de potreros, favelas y callejones oscuros, en el fútbol como en el dogma católico la gracia lo es todo y la puede regalar Dios (o el árbitro, o la suerte) en el último minuto del partido.
Glorias del subdesarrollo, Brasil, Argentina, Francia (pocas veces), España o Italia son poderosos en solo dos cosas: el fútbol y los concilios y sínodos. En ellos también Estados Unidos y Alemania pagan la fiesta hasta que estos últimos se cansan y ganan. Holanda, que solo es católica a medias, logra siempre a medias la gloria. El paralelo choca, sin embargo, con una realidad indesmentible, el fútbol nació en la protestante Inglaterra. Aunque si se piensa bien, el catolicismo que queda, el único más o menos profesable, el que se escapa a esa especie de islamismo light polaco-hispánico que Juan Pablo II trato de imponer, nació también en Inglaterra. Pienso en Chesterton, pienso en Graham Greene, pienso en Evelyn Waugh, que fueron católicos no para callarse y callar a los demás, sino para contestar justamente las verdades admitidas de los caballeros de siempre.
¿No era el fútbol, contemporáneo del cardenal Newman, una forma de rebelarse contra la soberbia del rugby, nombre de un deporte, pero también de la escuela más rutilante de la élite? El rugby, que suele definirse como un deporte brutal que juegan caballeros, en contraste con el fútbol, ese deporte caballeroso que suele jugar la chusma. Reivindicación de esa elegancia tan soberbiamente negada al pueblo por la doctrina victoriana. El fútbol, que no prepara, como el rugby, a nadie para la guerra, que está en la frontera entre el espectáculo y el deporte. El fútbol, que revela justamente el lado más olvidado de la pobreza, su capacidad de crear con la pelota, pero también con las canciones, las ideas, figuras geométricas imposibles antes.
Algo de todo eso hay en Muriel Spark, de la que llevo desde hace un año un libro en el bolsón. La gracia, sus implicancias, sus riesgos también, son el centro de todas sus novelas. Novelas que llevo, como un verdadero adicto, leyendo a razón de una cada dos meses. Novelas fatalmente entretenidas, muchas veces cómicas, que aunque no lo parezcan son novelas teologales, novelas que abiertamente ilustran algún aspecto del dogma católico. Muriel Spark decía que solo había empezado a escribir cuando se convirtió al catolicismo. Un catolicismo en que la introdujo Graham Greene. Preocupada como su maestro de que sus novelas fueran legibles por un lector medio, hay siempre en sus novelas un misterio, un crimen, un secreto que podrían hacer pensar al lector que está ante una versión sofisticada de Agatha Christie o P.D. James, con un punto de perversidad a lo Patricia Highsmith, aunque muy luego la ex espía Muriel Spark se preocupa de inventar esa extraña geometría al borde del absurdo que convierte sus novelas en adictivas.
El dogma católico, que le provee a sus novelas una moraleja determinada de antemano, le permite paradójicamente a Spark ser más libre que nadie a la hora de desarrollar sus novelas de misterio, donde el misterio no se resuelve nunca. Hay pocas novelistas menos beatas, menos pudibundas que Muriel Spark, divorciada de un señor que le regaló un apellido que se parece a su estilo (Sparks, chispeante) y que vivió la mayor parte de su vida sola con una amiga en Italia. El sexo sin mito y sin miedo se expone aquí con inesperada naturalidad. La crueldad, el vacío o la muerte, todo encuentra en medio de sus personajes presuntuosos y solos un lugar que no necesita subrayar ni borronear nada. El ambiente es siempre plano y gris; Londres bombardeado o la provinciana Edimburgo, se ven de pronto iluminadas por la presencia de una señora rara, una joven demasiado agraciada, que ilumina por un instante el panorama, desnudando las ansias y limitaciones de los personajes. La gracia pasa y va dejando a los personajes hundirse en sus monomanías, o en el culto muy inglés a las "peculiaridades", que en el fondo es una forma de protegerse de lo verdaderamente peculiar que ha sucedido delante de ellos sin que puedan asumirlo o entenderlo del todo.
En países evangelizados a la fuerza como los nuestros, nos parece que no hay nada demasiado novedoso en creer en los milagros, o pensar que todos podemos salvarnos, o que pueden salvarse más que nadie los que no tienen salvación. Muriel Spark, en sus novelas rigurosamente británicas, nos recuerda algo que los habitantes del fin del mundo sabemos hasta el olvido. En deporte como en literatura, los ingleses suelen regalarnos las reglas de un juego que los hijos de San Francisco e Ignacio de Loyola sabemos jugar hasta en sueños.