Una de las cosas más extrañas de la tecnología es que cuesta trabajo elogiarla en la vida diaria. Damos por sentado que funciona sin necesidad de buscarle adjetivos. Quien habla maravillas de su refrigerador corre el riesgo de parecer idiota.
Obviamente, los aparatos se pueden poetizar tanto como las cosas naturales. Si Lugones habló del "árido camello" y López Velarde de la "pecosa pera", Huidobro encontró que los ventiladores eran "aeroplanos del calor". Lo difícil es hablar bien de la tecnología en las reuniones. Podemos decir que una piña está sabrosa o un caballo tiene buena estampa sin ofender al sentido común, pero si alabamos un tostador de pan recibimos las miradas que ameritan los seres inferiores.
¿Por qué sucede esto? Comencemos por la singularidad de la naturaleza. Cada piña o cada caballo es único y fomenta comparaciones con otros de su género. En cambio, los objetos solo se distinguen de sus hermanos de marca cuando se rompen.
Pero hay una razón mucho más profunda para callarnos ante los artefactos: nuestra relación con ellos no ha dejado de ser mágica. Me refiero, por supuesto, a la mayoría de los mortales, la gente que compra aparatos por el precio y el color. Los publicistas y los expertos en mecatrónica disponen de un vocabulario ajeno al de nuestras conversaciones.
La tecnología pide nuestra elocuencia cuando se descompone o cuando alguna manía personal invalida su uso. En esos momentos podemos hablar de ella sin caer en la redundancia ("qué frío está el refrigerador") o el lenguaje plano ("cómo acelera tu coche").
El accidente, el cortocircuito, el mal uso y los problemas personales hacen que las cosas inertes se vuelvan lingüísticamente interesantes.
El teléfono celular puede ser criticado por convertirse en un instrumento para activar bombas a distancia o en el grillete que impide la libertad (Blackberry debe su nombre a la esfera negra que inmovilizaba a los presos).
Los defectos de la técnica nos humanizan; permiten ejercer el sentido crítico que se inmoviliza cuando las luces y los botones trabajan de maravilla.
Como cualquier persona, considero que internet y las redes sociales agilizan la comunicación, pero a nadie le interesa este lugar común. En cambio, si menciono la pérdida de privacidad que conlleva la vida en red, quedo como "crítico de la realidad virtual". El elogio a la tecnología se descarta por banal y su cuestionamiento se atesora. Se trata de un doble rasero que merece análisis. No estar sometido del todo a los objetos nos parece un pequeño triunfo cultural. Cuando los aparatos funcionan, nosotros nos descomponemos, y viceversa.
Para tranquilizar el contacto con inventos que no acabamos de comprender, acudimos a expresiones de épocas pasadas. En el siglo XII, los libros creados por los escolásticos presentaron una nueva plataforma del conocimiento: pergaminos con letras bien ordenadas. Para definirlas, acudieron a la palabra "página" que alude a "viñedo". La novedad se pacificaba al asociarla con el mundo agrícola, del mismo modo en que, hoy en día, la pantalla de la computadora se pacifica cuando encontramos ahí un "escritorio".
Los motores se definieron por sus "caballos de fuerza", no solo para hacerlos comprensibles, sino para no sucumbir a un pánico sagrado ante su poderío.
Mi amigo Philippe Ollé-Laprune me informó hace poco que los aviones se abordan del lado izquierdo porque así es como se montan los caballos, lo cual deriva de que casi todos los jinetes han sido diestros y en otros tiempos usaban la espada del lado izquierdo.
Necesitamos contactos imaginarios con épocas perdidas para tolerar los artilugios del presente. Las armas están prohibidas en los aeropuertos; sin embargo, cuando subimos al avión tenemos algo de los espadachines que decidían su suerte a caballo. Esto es mucho más raro que volar, pero también más humano.
Admirador de la velocidad aérea, Ramón Gómez de la Serna trató de comprenderla e imaginó que los pilotos deben saber a pájaro. La mente es mucho más compleja que una turbina, pero tiene un modo agradable de ser extraña. Sin ser antropófagos, entendemos la humorada de Gómez de la Serna mejor de lo que entendemos el avión al que subimos por el lado izquierdo.