La temprana eliminación de España, Italia e Inglaterra ha sido el mayor descalabro deportivo en lo que va corrido de este Mundial, y el revés posiblemente no sea superado por ninguna otra contingencia en lo que resta del torneo, salvo que Brasil no salga campeón, o no llegue a la final, si se quiere ser un poco más condescendiente con el hasta ahora discreto anfitrión.
Razones para el fracaso de las tres ligas más poderosas del universo futbolístico hay suficientes. Y si bien a España se le puede atribuir la decepcionante actuación al fin de un ciclo brillante de jugadores y a que enfrentó a dos rivales que lo superaron ampliamente, lo de Italia e Inglaterra es francamente impresentable.
Para el Mundial de Rusia 2018, si es que clasifica, la azurra completará una década en la que hasta ahora suma dos lacerantes eliminaciones en Sudáfrica y Brasil, versus dos subcampeonatos en la Eurocopa. A Inglaterra no se le puede pedir mucho. Aunque es su peor presentación histórica desde Suecia 58, desde Italia 90 que no se mete en semifinales. Es muy difícil de comprender que los ingleses, aunque fuere por ósmosis, no se contagien con la competitividad de sus copas, de sus jugadores, del nivel de espectáculo que alcanza la Premier League, el campeonato que más jugadores (105) aporta a Brasil 2014.
Hay varias líneas argumentales que se complementan para explicar los fracasos de las ligas millonarias. Una tiene que ver con la temporalidad del ciclo mundialista, cuya fase final no encuentra a los jugadores "europeos" recuperados del desgaste de competencias internas sobreexigentes físicamente, que les dejan un mínimo de espacio para la dosificación o superación de una lesión. A ello hay que agregarle la extensión del calendario de liga y torneos satélites, lo que prácticamente imposibilita que los seleccionadores puedan lograr la cohesión humana y futbolística de sus convocados.
Otra corriente, más conceptual, apunta a que en Italia e Inglaterra hace rato que desapareció una política de desarrollo de las divisiones inferiores, ya que cuesta lo mismo o incluso menos adquirir futbolistas jóvenes o a veces niños-promesa en África o Sudamérica que "criar" a uno en casa. Este factor está asociado ineludiblemente a la pérdida de identidad con el país de origen por parte de clubes emblemáticos que otrora abastecieron a las selecciones y que hoy están en manos de inversionistas extranjeros preocupados de hacer negocio y no de representar a la patria. Y para cerrar la cadena, se presenta otro fenómeno: la presión que ejercen los clubes para que sus jugadores prioricen al dueño de su contrato por sobre los representativos (no lo sabremos de cerca por Arturo Vidal).
Si a las variables descritas anteriormente añadimos la predisposición no siempre positiva de los europeos a jugar mundiales al otro lado del charco, podremos explicar cómo los jugadores italianos e ingleses, pese a tener la cuenta bancaria a tope, mirarán el resto del Mundial por televisión. En el fútbol, el dinero no siempre hace la felicidad.