A los trece años, ese lapso en que uno comienza a dejar atrás la infancia, Daniel de la Vega me causó una impresión profunda. Cada una de sus crónicas era la entrada a mundos desconocidos, desvanecidos, barriales, nocturnos, melancólicos. Leí muchas, de partida todas las reunidas en los volúmenes de sus Confesiones imperdonables . Incluso sus relatos -metidos de contrabando entre las crónicas- me provocaban una trasposición mental: de un momento a otro estaba en el campo, sintiendo el olor narcótico de los eucaliptos y percibiendo el ruido que las hojas secas de un sendero producen al quebrarse con los pasos de alguien.
Por la familiaridad adquirida de este modo, más tarde di a De la Vega por visto, por leído. Retuve algunas anécdotas, algunas atmósferas y lo demás, año tras año, se fue sumergiendo en el precipitado del olvido. Cambié de talante, de gustos, de autores. Buscaba en los textos una especie de dramatismo existencial y privilegiaba a los narradores exasperados, cáusticos, sulfúricos. Nada de esto lo podía ofrecer un viejo cronista para quien la poesía estaba vinculada a Espronceda o a Núñez de Arce. En prosa, no obstante, daba un paso más allá: su novelista de cabecera era Baroja. Me cambié también de casa muchas veces y en una de tantas las Confesiones imperdonables se quedaron por ahí.
Como sea, hace un par de veranos recuperé algunos tomos de esta serie en una feria de libros usados. No para leerlos: quería más bien hacerme de un objeto preciado de la temprana adolescencia, impedir que el tiempo se filtrara por los huecos dejados por esos libros perdidos. Se trata de uno de esos gestos inútiles que uno ejecuta por atavismo simbólico, por necesidad de ritualizar aunque sea una parte ínfima de una realidad implacable.
He vuelto a leer ahora a De la Vega y me felicito del mencionado olvido. Esto me ha permitido revisitar muchas de sus crónicas como si fuera una primera vez. Y en la lectura se han congregado otra vez como fantasmas los viejos teatros santiaguinos, la bohemia oscura y la lumínica de los años 20, el trasfondo floral del centenario, tugurios, prostíbulos, casas burguesas, calles azules del amanecer de Estación Central, de Avenida Matta al sur, de Catedral abajo.
Otra cosa: me produce admiración el modo en que De la Vega escribe. Casi no necesita adjetivos para dar cuenta de un objeto o levantar una escena. El humor lo incorpora por medio de discretas exageraciones. Cuando pone a varios individuos enganchados en una conversación al interior de un departamento, lleva el foco hacia una ventana abierta y señala lo que se ve a través de ella: unos techos y las luces blancas de un parque. Además, sabe cambiar de tema a tiempo. Sus crónicas memorables son muchas. Ahora mencionaría "El mago de Caleu" y "Las fiestas lejanas".