Recuerdo una vez, en una asamblea de diseño participativo, buscábamos definir los usos que tendría un parque. Con inocencia, me admiraba de la coherencia y consistencia de los vecinos, que alzaban la mano desde distintas partes de la sala para demandar sistemáticamente canchas de fútbol y camarines. Hablaban casi puros hombres y nos presentaban sólidas estadísticas de clubes aficionados. Una vez terminada la sesión, se nos acercaron varias decenas de mujeres que en la asamblea habían callado. Ahora, se agolpaban por expresarnos su temor: "Por favor, no hagan más canchas", nos suplicaban. Temían que fuéramos a transformar el escaso vacío que quedaba en su población en otro reducto futbolero. Nos narraban que después de los partidos, la borrachera se prolongaba por varias horas y que generalmente terminaba con alguno apuñalado o una mujer golpeada. Que las canchas se las apropiaban las ligas de adultos, que no dejaban participar a los más jóvenes ni a los niños; que se generaban verdaderas mafias en torno a la pichanga. Con auténtica angustia, veían que el futuro parque terminaría también secuestrado.
Ninguna mujer se atrevía a hablar en las reuniones delante de los hombres, que esgrimían un discurso blindado y estándar: el deporte como vehículo de ascensión social y bienestar. Esto se ha vuelto un dogma, acallando incluso el cuestionamiento de malas prácticas, cuando el fútbol comienza a tener más de espectáculo que de deporte, más de masa que de sociedad. Masa. Porque al observar el matonaje con que se apropian de los espacios urbanos, pareciera escucharse la voz de Le Bon (1895) que caracterizaba la psicología de las masas como una involución, una inconsciencia colectiva, irracional y amoral.
Sobre el espacio urbano van quedando las cicatrices de los vicios de las masas del fútbol. El despotismo que se incuba en la pichanga de barrio, se transmuta en las hordas salvajes que secuestran los estadios, volviendo un peligro el acudir a ellos. Se despliega por las calles, secuestrando la locomoción colectiva y, en brutales romerías, va asolando plazas y calles; va amedrentando física y verbalmente a los ciudadanos. Con bengalas y bombos se juntan en parques, acordonados siempre por un suntuoso despliegue policial, y legitimados por los supuestos defensores del deporte. No es de extrañarse, entonces, que un estadio de fútbol sea el peor vecino que puede tener un barrio: menos temor genera una cárcel.