En estos días en los que se habla de derechos laborales. De las mujeres que ganan en promedio un tercio menos que los hombres que ocupan igual cargo, y de las dificultades de las ejecutivas para ocupar roles gerenciales, y de las amas de casa que trabajan gratis, pues vivir para el hogar parece ser -según la fantasía de algunos- una especie de placer imposible de ponderar con dinero. En estos días, en fin, donde el 1 de mayo nos enfrenta al problema del empleo y de sus dignidades, y donde las publicaciones femeninas suelen hacer -como corresponde- un relevo de la situación laboral de las mujeres; en estos días, decía, subo a mi escritorio y miro el jardín, y me siento con la luz del día sobre la espalda -y es un velo de domingo aunque hoy sea martes- y tomo el primer té de la mañana y pienso que el trabajo es también, a veces, cuando no media una situación social injusta y cuando los pedazos rotos de la vida propia se acomodan, esto: un lugar feliz del que poco se habla; la cueva y el solar donde tantas veces nos guardamos; las botas de siete leguas con las que intentamos caminar por el mundo.
Hay gente que ama trabajar.
Hay gente que trabaja como si navegara después de todas las tormentas.
Hay gente que suda de felicidad cuando trabaja, y que no se baña cuando trabaja, y que en ocasiones siente el retumbar del corazón cuando trabaja, y que se entrega -esto puede ocurrirle a un escritor- a la luz macilenta que sale de la pantalla a sabiendas de que con ese albur alcanza para iluminar los bordes de la Tierra.
Hay gente que sueña con soluciones de trabajo así como yo sueño con un párrafo o con el ensamble entre dos párrafos complejos, y que entonces se despierta y dice "es esto y no otra cosa" y que después vuelve a dormirse. O no vuelve a dormirse. O, en cualquier caso, deja de pensar en dormirse porque su alma está tranquila: ha logrado construir algo. Se ha construido a sí misma.
Hay gente que trabaja para salir de callejones sin salida, y que trabaja como ganapán pero también como ejercicio espiritual, como pregunta insospechada, como conjuro a tiempo para que la nebulosa de los días se condense en una idea, en un cuerpo personal, en algo nítido que responda a la palabra "yo" y que no sea la suma ni la síntesis de ninguna otra cosa ("donde quiera que esté/ soy lo que falta" escribe Mark Strand y es eso lo que quiero decir).
Hay gente que trabaja para dar a luz todos los mundos concebidos en la infancia y para matar ciertos fantasmas de la infancia y para hacer de la infancia, por qué no, algo presentable que luego pueda contarse a los hijos. Y a uno mismo.
Hay gente que trabaja, a veces, como si no hubiera hijos ni cuentas por pagar ni reivindicaciones de género ni cualquier otra forma de mundo por delante: trabajan erizados y sin fe, con una temeridad inexplicable y alumbrados por algo que no es la luz del día sino de un relámpago: un refucilo blanco en el que todo se revela y en el que puede verse, por un instante, la ley primigenia que permite que el relámpago exista.
Hay gente que trabaja, en definitiva, para encontrar esa ley. Y es por eso que no se me ocurre -junto con el de amar- otro ejercicio más noble sobre la faz de la Tierra ("No me gustan las personas que se jactan de trabajar penosamente. Si su trabajo fuera tan penoso más valdría que hicieran otra cosa. La satisfacción que nos proporciona nuestro trabajo es señal de que supimos elegirlo", dice Clarice Lispector y es eso, finalmente, lo que quiero decir).