Chile se ve enfrentado a un profundo proceso de transformaciones que, en lo fundamental, nos aleja del país que ha logrado acercarse al desarrollo en los últimos cuarenta años, reemplazando en casi todos los ámbitos el esfuerzo personal por el asistencialismo, la decisión familiar por las directrices colectivas y el Estado subsidiario por uno omnipresente en la vida de los chilenos.
Queremos creer, y así se ha encargado de hacérnoslo saber la Presidenta Bachelet, que este no será un proceso traumático, sino uno que construirá sobre las bases de lo que hemos hecho en el pasado. Ha dicho la Presidenta que no se partirá de cero, desechando así la imagen de la retroexcavadora que nos mostró el presidente de uno de los partidos de su coalición.
Sin embargo, desde la tribuna privilegiada de quienes analizamos las políticas públicas, es imposible no apreciar la amplitud, la profundidad y la radicalidad de las reformas que esta administración quiere llevar a cabo en sus cuatro años de gobierno.
El Poder Ejecutivo se ha embarcado en un ambicioso programa de cambios a la sociedad chilena que por ahora incluye las reformas tributaria y educacional, y ha agregado a ella modificaciones al sistema electoral, promete también reformar el sistema de pensiones, la regulación de los seguros de salud, el régimen de propiedad de los derechos de agua y la legislación laboral, que según la presidenta de la CUT es la cuarta gran reforma que debe hacer Bachelet. Recordemos que aún está pendiente nada menos que la propuesta de una nueva Constitución para Chile, la tercera de las reformas que prometió la Nueva Mayoría.
Por otra parte, en la acción de los organismos públicos y en el relato que nos ofrece el Gobierno, se desmantelan instrumentos claves que explican los avances del país en materia de superación de la pobreza y la calidad de vida: En el discurso del 21 de mayo se cuestionó abiertamente la focalización del gasto y el uso de la ficha de protección social, ejes del sistema de prestaciones sociales durante las últimas 4 décadas.
¿Qué pretende el Gobierno con este vertiginoso ritmo de cambios, donde cuestiones tan importantes como el régimen tributario o la educación de nuestros hijos apenas tienen espacio y tiempo para la discusión ante la urgencia de las reformas y el predominio de las consignas? Se percibe urgencia, voluntad de consolidar reformas en el corto plazo. "El diálogo no significa que tengo que hacer lo que el otro me dice", señala la Presidenta. Eso no es diálogo, es dialéctica y la practican también Arenas y Eyzaguirre.
Al apreciar esta situación no queda más que concluir que este es el gobierno más socialista y con más vocación de poder que hemos tenido en mucho tiempo. Hay aquí un intento sistemático por hacer retroceder las decisiones individuales, que ceden frente a colectivos representados por el Estado. Es el aparato estatal el que copa, a través de empresas, ministerios, servicios públicos y organismos reguladores cada vez más espacios. Estas posiciones son ocupadas por personas de confianza política del Gobierno, sin atender, en muchos casos, a la idoneidad técnica y funcionaria de quienes llegan a ocupar esos cargos, sino a su lealtad política.
Donde mejor se aprecia esta vocación de más poder para el Estado es en la reforma educacional. Sin atender a la calidad, los proyectos se centran en trasladar decisiones al Estado, que puede congelar los proyectos educativos particulares, reemplazar a los padres en el proceso de selección del colegio de sus hijos y hasta comprar los bienes inmuebles de propiedad de los colegios particulares subvencionados con fines de lucro, que tienen como alternativas vender al Estado, cerrar o transformarse en fundaciones. Una virtual estatización de la educación.
Y la imagen que nos queda en la retina, al observar este panorama, es que aquí y allá, en el llano y en la colina, sistemáticamente, con vocación de poder y determinación, los hombres y mujeres de la nueva mayoría corren la cerca para limitar cada vez más las libertades en Chile.