El transporte público siempre ha tenido un impacto en la calidad del paisaje urbano y el espacio, es decir, en la manera de experimentar la ciudad. Es expresión de la capacidad de gestión y los medios disponibles de los gobiernos locales. Por su parte, los ferrocarriles metropolitanos han sido siempre un orgullo ciudadano, por lo fantástico de la inversión pública; igual cosa con cada infraestructura de transporte a lo largo de la historia, como los tranvías, trolleys y funiculares que existieron en diversas ciudades chilenas. Aún hoy siente uno la nostalgia de un orgullo al descubrir rieles intactos en las calles de Santiago y Valparaíso. Si tan solo funcionaran todavía, como en tantas otras ciudades del mundo...
Todo cambió dramáticamente con la llegada del motor diésel, a mediados del siglo 20. Los sistemas de trasporte debieron ceder ante la economía y versatilidad del ómnibus, y perdimos con ello una dimensión de la disciplina del Estado en el espacio público, para reemplazarlo con un creciente desorden: las micros y liebres de mi niñez eran de diversos tamaños, de distintos modelos y marcas; se detenían donde se les pidiera y pasaban sin horario. Hacia fines de los ’90, el sistema de transporte público de Santiago y otras ciudades era un caos sin regulación, un sistema perverso donde se imponía la ley de la selva en manos de empresarios inescrupulosos; con un servicio eficiente pero indigno y peligroso.
La modernización del trasporte público que implicó el Transantiago, con racionalización y gestión de la flota, un nuevo modelo de financiamiento e integración entre distintas modalidades de transporte, también supuso que la infraestructura destinada al transporte, imprescindible para el éxito de este ambicioso proyecto, sería una oportunidad para refundar ciertos paisajes urbanos de Santiago. Nada de eso ocurrió: las enormes dificultades iniciales del Transantiago se debieron a la falta de infraestructura, en especial la carencia y retraso en la construcción de los así llamados “corredores” de pistas exclusivas en avenidas principales. Hoy varios de estos corredores ya existen, pero fueron diseñados precipitadamente con criterios pragmáticos, técnicos y económicos de expertos en Transporte que lograron convencer a las ingenuas autoridades de que la rentabilidad social de un proyecto de transporte público se mide exclusivamente en la velocidad a la que transita un bus, aunque se arrase con el paisaje, dejando una estela de desolación en hormigón armado.
Esos páramos en que hemos convertido algunos paisajes de Santiago bajo el pretexto del desarrollo y el mejor vivir, deberán ser a partir de hoy nuestra primera prioridad para poner en práctica pequeñas y sensatas operaciones que demuestren a la ciudadanía que el Estado, si bien puede equivocarse, también puede reparar y hacer maravillas.