Representar el periodo del gobierno dictatorial chileno desde la perspectiva de la infancia o de la adolescencia es uno de los intereses más notorios de la narrativa chilena reciente. Ricardo Nanjari (Valparaíso, 1953) vivió el comienzo de esos años mientras finalizaba sus estudios en la Universidad Federico Santa María. Su novela Siempre será lo mismo nace, sin duda, de experiencias y de recuerdos de aquella época; responde, pues, a ese afán testimonial que se metamorfosea con la ficción y que no sólo persiste en nuestra literatura, sino que además su urgencia pareciera aumentar con el paso del tiempo. Los resultados, desde un punto de vista estrictamente literario, son por lo general anodinos debido a que la obsesión para informar sobre lo mismo -para que no se pierda la memoria colectiva, como se dice con frecuencia- va a veces en compañía de una redacción apresurada que debilita el estilo y la forma narrativa o, en otros casos, a quien informa sobre el pasado utilizando la narración imaginaria le sobran las ganas pero le faltan las habilidades.
Siempre será lo mismo se adscribe al grupo de relatos cuya honestidad de propósitos, evitar el olvido, no mantiene el equilibrio con las cualidades narrativas que esperaríamos encontrar en otros niveles de su estructura. El discurso de su narrador exhibe, por ejemplo, las debilidades características de una narración novata: el uso excesivo de comas hace que el ritmo fluya dificultosamente, a ratos casi a tropezones; hay palabras que se repiten demasiado y el propio narrador tiende a definir excesivamente, aun aquello que no lo necesitaría. Pero, por otro lado, se percibe en su texto una voluntad de escapar al lugar común, de ofrecer una visión diferente, de ensayar otros ángulos para escribir sobre lo que ya muchos han escrito antes.
El texto se presenta como un relato híbrido compuesto por las peripecias propias de la novela sentimental, las informaciones del discurso histórico ficcionalizado y algunos motivos característicos de la novela negra. Su historia cubre los episodios públicos ocurridos durante el año 1973 y la resonancia que provocan en el mundo privado de los personajes: se inicia en marzo con el ingreso a clases de una nueva promoción de estudiantes de la Universidad Federico Santa María y termina en los meses posteriores al golpe de Estado. Dicho acontecimiento es el eje que separa las dos partes en que se divide el relato: en la primera el lector asiste al periodo en que las ilusiones y los ideales se imponen sobre los signos anunciadores de una oscura tragedia y en la segunda es enfrentado de súbito a la violencia que los destruye. Durante los primeros días del semestre comienza a desarrollarse un idilio entre Carlos, hijo de un simpatizante de izquierda, y Olga, perteneciente a una familia de ultraderecha. Las pasiones políticas los rodean, pero quedan de momento fuera del mundo de sus sentimientos. Alrededor de la pareja giran también otros compañeros de curso: Patricio, aquejado de una enfermedad incurable; José Miguel, miembro del MIR, y Edgar, quien pertenece a Patria y Libertad. Ambos comparten amistad durante el día, sin saber que en las noches se transforman en "feroces enemigos" encapuchados. A ellos se suma la figura de Ramiro, un enigmático mendigo de quien se rumora que fue un profesor de la universidad reducido a esta condición a causa de una tragedia sentimental. Los personajes no saben que estas vivencias iniciales pertenecen a un tiempo de postrimerías: "Con agosto llegan los primeros atisbos de la primavera y esta avanza como si fuera posible el amor". Sus vidas privadas son destruidas o transformadas a partir de septiembre: el amor se enfría y reorienta, surgen odios hasta entonces ocultos y se desencadena la inclemencia de las venganzas. Las imágenes finales de la novela cierran este relato simple, pero atractivo, con una mirada pesimista que justifica la circularidad encerrada en su título.