Una escena típica de nuestro tiempo: el visitante de un museo contempla la obra de arte a través de su cámara. No se limita a fotografiar; sostiene el aparato como una intermediación necesaria entre el mundo y su conciencia. Para él, las cosas existen si se registran en una pantalla.
En los últimos diez años se han tomado más fotografías que en todas las épocas anteriores. La mayoría de ellas no se imprimen ni se revisan. El obturador se acciona sin cesar porque cada toma puede ser borrada y no representa un gasto. La opción de suprimir fomenta el acopio; las imágenes permanecen en la memoria digital como un archivo de lo posible; saber que determinada foto está ahí resulta tranquilizador: ese momento existió.
Más que hechos, contemplamos simulacros, espectros que los representan. El impulso de ciertas parejas a filmar sus relaciones sexuales depende menos del exhibicionismo que de un nuevo sentido de la identidad.
Levantar el inventario de los estímulos visuales competiría con el infinito. "57 canales y nada que ver", canta Bruce Springsteen. Aunque critica la banalidad de la programación, en forma involuntaria el músico de New Jersey revela el sentido profundo de la multioferta satelital: lo satisfactorio es no detenerse, surfear por una ola de posibilidades.
La representación virtual se ha convertido en un fenómeno atmosférico. Si los aparatos se descomponen, nos apagamos.
También la política depende de las pantallas. El candidato que llora en el momento oportuno luce más comprometido que el que se limita a ofrecer remedios para la tragedia.
En cierta forma, nos parecemos a los eunucos que vigilaban el harén de Estambul. Mártires de la contemplación, habían sido castrados para garantizar su inactividad erótica. Además, tenían prohibido contemplar la realidad en forma directa. Inmóviles, aislados, supervisaban el sitio a través de un espejo iluminado a medias. Espectadores absolutos, carecían no solo de acontecer, sino de sentido de lo inmediato.
La televisión de alta definición y el cine en 3D reflejan un mundo más nítido y colorido que el que nos rodea. ¡Cuán primitivos se han vuelto los espejos!
Si la mirada depende de filtros que conforman una segunda realidad, el oído nos ha puesto en contacto con costumbres que parecían perdidas.
Hace unos años, si alguien hablaba solo o movía la cabeza al compás de un ritmo inaudible, pensábamos en distintas posibilidades de la perturbación mental, del despiste creativo a la irreparable psicosis.
Hoy en día esas actitudes se normalizan si sabemos que se trata de alguien con un iPod. Cuando veo a mi hija abismada en una especie de meditación trascendental, me acerco con cuidado y trato de advertir en su cabello el cable que revele si está conectada o no. Las prótesis sonoras determinan nuestra conducta.
Una de las cosas más sorprendentes de la tecnología es su capacidad de recuperar arcaísmos. El chat ha brindado una versión moderna de las conversación tribal (internet hace las veces de la fogata que congregaba a los viajeros) y Twitter ha recuperado géneros en desuso, como la máxima, el epigrama y el aforismo.
En Los trazos de la canción , Bruce Chatwin narra un excepcional viaje a Australia, destinado a averiguar el secreto musical de los nómadas. Para los aborígenes australes, las canciones son un mapa muy preciso. Quien conoce la melodía, sabe a qué paso debe avanzar y cómo se despliega el paisaje. Cada sitio de importancia ha sido cantado para que la memoria colectiva lo recuerde.
Chatwin conjetura que la mitología fue en su origen un canto para explicar el territorio. Su viaje a Australia lo lleva a los antecedentes culturales de la especie; la civilización comienza con el antropoide que camina y se perfecciona con expresiones artísticas que lo ayudan a sobrellevar el tedio, como el silbido y la canción.
La gente que avanza oyendo un iPod representa una vanguardia y un atavismo: la tecnología permite un comportamiento parecido al de los primeros nómadas, que usaban canciones para orientarse en el terreno.
El nomadismo contemporáneo es transitorio, pero recuerda los primeros desplazamientos de la especie, cuando el peregrino no iba por una ruta sino por una melodía.
El iPod es un GPS sentimental: asociamos la música con los lugares donde la oímos. Acaso en unos años solo entenderemos los lugares a través de la música.