Leo cómo un adolescente ha perdido la vida atropellado mientras intentaba pintarrajear un bus del transporte público. Es que en ciertas esquinas de Santiago, bandadas de jóvenes se abalanzan sobre los buses detenidos por el semáforo para cubrirlos lo más rápidamente posible y en toda su extensión, incluyendo ventanas y parabrisas, con gruesas rúbricas. Naturalmente, los choferes hacen desesperadas maniobras para esquivarlos, para zafar de la permanente agresión, y es así como esta vez terminó muerto uno de los muchachos. Pero el horror continúa: los compañeros de la víctima se cobraron en el acto la más brutal venganza con el infortunado conductor, dejándolo gravemente herido y, cómo no, entero cubierto de pintura negra.
Hablar de graffiti no es hablar de una sola cosa, ni de una sola época. De alguna manera es un acto libre y primigenio, en el límite de la urbanidad. Es intramuros o callejero. Desde siempre ha existido el rayado panfletario –hay sorprendentes vestigios en Pompeya, por ejemplo– y es evidente que este origen de mensaje fuerte y breve, combinado con las artes muralistas populares y callejeras de mediados del siglo XX, a su vez herederas de la tradición del cartel a cuatro tintas (pienso en los vibrantes murales de la Brigada Ramona Parra en los 60 y 70), sea el antecedente de un tipo de graffiti extraordinariamente complejo y refinado que se desarrolló a partir de los 80 gracias al advenimiento de la pintura en aerosol. Económica, limpia, rápida, fácil de transportar y sobre todo versátil como un arcoíris de esmaltes; la lata de aerosol hizo posible una nueva generación de furtivos interventores urbanos que pasaron literalmente por encima de todo.
Es difícil ponderar qué hay detrás de esta aparentemente incontrolable manifestación cultural que arrastra a miles de jóvenes en las ciudades del mundo. Es una demostración de audacia y pericia, sin duda, y el premio es dejar la marca propia en todo el territorio. En algunos casos es genuino arte, encantador y reflexivo, al extremo de que en Nueva York alguna vez los rayados de Keith Haring o Banksy fueron arrancados de cuajo de los muros para venderlos a precio de oro, mientras en otros casos es pura vulgaridad y decadencia, manifestación de rebeldía, desprecio y resentimiento por el orden establecido. Ambos tipos coexisten en los mismos territorios: en Valparaíso, por ejemplo, todo aquello que consideraríamos arte callejero ya comienza a confundirse con un desdén por la ciudad. En Santiago, los edificios de la Alameda están tan cubiertos de rayados que el municipio ha emprendido un programa que, combinado con mejor vigilancia y castigos ejemplares, si los tuviéramos como en otras partes del mundo, podría dar buenos resultados. Se trata de algo simple pero voluntarioso, una batalla que vale la pena dar hasta que una de las partes se dé por vencida: repintar cada día lo que ha sido rayado por la noche.