Un aspecto notable de la reforma tributaria ha sido la singular combinación de simplismo y de agresión con que los ministros y sus parlamentarios la han pregonado y defendido. Sordos a sus críticos, a quienes descalifican, procuran venderla con aseveraciones equívocas repetidas al unísono, como si las hubieran aprendido de memoria.
Algunas estaban desde el comienzo, como esa de que las empresas en Chile ya no necesitan reinvertir sus utilidades. Pero hay otras más nuevas, como aquella de que los inversionistas no se fijan en la carga tributaria de un país para invertir. Les importaría solo su estabilidad institucional, la confiabilidad de sus reglas del juego, cosas que Chile tendría ganadas.
Nada más absurdo. Si se implementa la reforma tributaria, y el impuesto a las empresas sube al 35 por ciento, será el tercero más alto de la OCDE, después de Estados Unidos, con 39,1 y Japón con 36 por ciento. Imposible que eso no inhiba a los inversionistas, sobre todo que en otros países hay exenciones y rebajas. En Estados Unidos, por ejemplo, la tasa promedio efectiva es de solo el 12,6 por ciento.
Es cierto que los inversionistas valoran la estabilidad institucional y la confiabilidad de las reglas del juego, y que en Chile las teníamos ganadas. Pero eso era en un pasado que nuestras autoridades ahora repudian. Un shock tributario de la magnitud propuesta representa una inmensa ruptura de las reglas del juego; para qué hablar del séquito de medidas adicionales que se van proponiendo, como la derogación del DL 600. Eso que todavía sabemos poco de la nueva Constitución. Agréguese la alarma que produce ver a autoridades dar explicaciones que revelan -no sé cuál es peor- o ignorancia, o desprecio por la verdad y la racionalidad, y se entiende el descorazonamiento que hay entre los inversionistas y ahorrantes del país, sean chicos o grandes. Por algo la reforma tributaria se vuelve cada vez más impopular. Más de una encuesta revela que la gente cree que sí va a afectar a la clase media. En cuanto a que "van a pagar más los que más pueden", aparte de ser una obviedad, no es un gran consuelo, porque cualquiera sabe que los que más pueden son los que menos sufren.
Una reforma mal concebida ha complicado las loables intenciones de la Presidenta de darnos un país más inclusivo. Y eso que apenas empezamos a discutir lo que promete ser una reforma educacional muy confusa, en que el esfuerzo recaudatorio se va a destinar a traspasos de un bolsillo a otro y no a inversión en calidad. Qué raro que no se prefiera invertir todo ese dinero en mejorar la educación escolar pública.
¿Cómo ocurrió todo esto? Una hipótesis. A los técnicos de la Nueva Mayoría se les encomendó una misión imposible. La de trasladar a políticas públicas un paquete de eslóganes ideados por intelectuales de una izquierda sesentera, y refractados desde la calle con euforia estudiantil; eslóganes cuya seductora simpleza había conquistado a las cúpulas de la Nueva Mayoría, y que Michelle Bachelet tuvo que adoptar al llegar a Chile. Es porque han tenido que cuadrar tantos círculos que a los técnicos se les ve tan poco convencidos de sus políticas, y tan agresivos al explicarlas. Es que en su corazón siempre supieron que no aguantaban mucha discusión racional, por lo que había que imponerlas con aplanadora. Por otro lado, donde las políticas públicas emanan de eslóganes, es difícil difundirlas sin recurrir a más eslóganes.
En estos días en que pareciera que se quiere volver a un socialismo sesentero, qué difícil no sentir nostalgia por un año como el 2000, cuando se instalaba el primer Presidente socialista en treinta años, para implantar en el país una sana socialdemocracia del siglo 21.