Estar en el Consejo de Seguridad de la ONU puede ser una complicación para la política exterior de Chile, y traernos más de un mal rato con las potencias (como el que pasó Ricardo Lagos cuando Bush quiso que lo respaldaran en la invasión de Irak). Pero nadie oculta el orgullo de estar sentado junto a los cinco grandes, tomando decisiones sobre la paz mundial. Claro, nos da un "estatus" mayor del que nos corresponde como potencia mediana.
Si no fuera así, ¿creen que el canciller ruso, Sergei Lavrov, hubiera hecho el viaje hasta acá solo para saludar efusivamente (como lo hizo en el almuerzo que le dio el canciller) a sus ex colegas embajadores en la ONU Heraldo Muñoz, Juan Gabriel Valdés y Juan Somavía? Nada de eso. Hizo este tremendo viaje para tantear el terreno y buscar apoyo en cualquier resolución que el Consejo pudiera tomar sobre la crisis de Ucrania. Por mucho que Rusia tenga veto, sería bastante bueno para Moscú contar, en cualquier evento, con un país prestigioso (sí, como Chile) a su lado.
Le resultará difícil. No lo consiguió en la Asamblea General, cuando Chile se unió a la gran mayoría que condenó la anexión de Crimea, y lo mismo debiera pasar si la ONU buscara censurar el apoyo de Rusia a los separatistas ucranianos. Chile hizo bien en votar de esa forma. Nuestra tradición legalista quedó confirmada, y seguro que ante cualquier otra violación del Derecho Internacional el Gobierno votará de la misma forma. Y al parecer así se lo dieron a entender a gaspadin Lavrov.
Con 40 mil efectivos rusos "haciendo ejercicios militares" en su frontera con Ucrania -que evocan las maniobras de Nicolás II justo antes de la I Guerra Mundial-, el gobierno ruso no puede esperar que el resto del mundo observe de brazos cruzados. Casi nadie duda de que las milicias prorrusas tienen al menos el apoyo tácito de Moscú, y que este miraría con complacencia que los ucranianos del sudeste le pidieran graciosamente la anexión de esos territorios. Le saldría caro en términos económicos, y también caro en términos de aislamiento internacional, pero sería un gran triunfo para las ambiciones geopolíticas del Kremlin, donde muchos aún añoran el poder de la Unión Soviética.
Algo de esto debió ver Putin cuando la semana pasada bajó la tensión de la crisis anunciando el repliegue de tropas, aceptando las elecciones presidenciales del 25 de mayo en Ucrania y llamando a los separatistas a posponer el referéndum. Es un gesto positivo. Mal que mal, no puede quejarse, porque, a pesar de las objeciones, es evidente que nadie lo obligará por ahora a salir de Crimea. La prueba de fuego de su buena voluntad será si acepta el resultado electoral, y se abstiene de intervenir en el futuro. La unidad y estabilidad de Ucrania dependen de eso, y de que el próximo Presidente mida sus aspiraciones europeístas, inclinándose por una neutralidad a la finlandesa, y se aboque a desarrollar la economía, permitiendo que las regiones rusohablantes del sudeste tengan suficiente autonomía y así inhibir sucesivos levantamientos.