La música para Clara es una magnífica biografía novelada, con una trama de ritmo cautivante y perfecta por donde se la mire: se apodera del interés del lector desde sus primeras páginas y no le permite evadirse sino hasta llegar a las líneas finales, convencido, eso sí, de tener entre manos un texto literario de calidad poco común. Es un relato donde se sostienen en notable equilibrio los resultados de la minuciosa y extensa investigación que su autora llevó a cabo sobre las vidas de Clara Wieck y su esposo, Robert Schumann, con la naturalidad y resonancia casi musical del impecable lenguaje con que sus imágenes llegan hasta nosotros.
Clara Wieck es la figura que constituye el punto de interés que enfoca la novela de Elizabeth Subercaseaux.
Pero en el texto no se la observa desde un punto de vista inmóvil; nos aproximamos a ella, por el contrario, desde dos perspectivas en contrapunto: la que impone la voz de la misma Clara cuando comienza a recordar su vida después que ha cumplido setenta y cinco años, y la que proyecta la voz de Robert Schumann durante los meses previos a su fallecimiento en el asilo de Endenich. Existe también una tercera voz que se deja escuchar durante breves momentos; su función es cerrar los discursos de estos dos personajes relatando los episodios que tienen lugar alrededor o inmediatamente después del fallecimiento de cada uno. Tal organización pone desde ya de manifiesto la habilidad narrativa con que Elizabeth Subercaseaux ha construido esta novela. Envuelto por la atmósfera de las situaciones y personajes que Clara y Schumann rememoran, el lector tiende a perder de vista que sus discursos están separados por una distancia de cuarenta años y siente, en su lugar, que sus voces se escuchan de manera simultánea en el tiempo y en el espacio. Así, la novela consigue crear la imagen de un mundo que nos impresiona por su cercanía, que casi pudiéramos palpar con cada uno de nuestros sentidos. Creo que tal sensación de simultaneidad es la consecuencia de los enlaces que se establecen recíprocamente entre los discursos de Clara y Robert: cada uno recuerda desde su perspectiva y tiempo personales -marcados incluso por las alucinaciones y desvaríos de la locura en el caso de Schumann- las experiencias comunes que fueron orientando el destino de sus vidas en el ámbito privado y artístico. Me atrevería a decir que a tal organización discursiva, basada en el contrapunto de dos voces que se alternan con distintas tonalidades, bien podríamos llamarla movimiento de sonata. Término muy adecuado, por lo demás, para la novela que ha escrito Elizabeth Subercaseaux.
Del contrapunto de ambos discursos surgen las distintas secuencias narrativas que se subordinan a la figura de Clara Wieck, el elemento dominante del relato. La acompañamos durante los años de la rígida formación artística a que la somete su padre; participamos en los momentos de felicidad y tristeza de su vida familiar; de su amor y devoción hacia Robert Schumann y de su ambigua amistad con Johannes Brahms; de sus éxitos como pianista y, finalmente, de sus años de senectud rodeada de sus hijas y nietas. Pero las evocaciones de Clara y Robert también hacen revivir las sublimes pasiones y obsesiones que dieron origen y sostuvieron al extraordinario y luminoso ambiente musical que se desarrolló durante el siglo XIX en Alemania y Europa; nos convierten en testigos de las dificultades a que los artistas debían enfrentarse, y nos descubren el reverso de ignorancia e indiferencia con que a veces la aristocracia acogía las composiciones y conciertos de los genios musicales de la época. Los habitantes de Rotterdam, por ejemplo, reciben a los Schumann con antorchas en las calles, pero el parloteo del público arruina el concierto de Clara y el rey no tiene la menor idea de quién es Robert Schumann.
Sin lugar a dudas, La música para Clara es una de las mejores novelas chilenas de los años recientes.