Entre las muchas ilusiones del siglo pasado, la capacidad del cine para embotellar el tiempo pasado -y hacerlo accesible a generación tras generación con el solo acto de aplicar luz a una pantalla- es una de las más difundidas. Tratar de atrapar el tiempo, o de esculpirlo (al decir de Tarkovski), es intentar coger arena con las manos viendo cómo se nos escapa entre los dedos, grano por grano. Y lo mismo ocurre con la imagen: sea en dos o tres dimensiones, en color o blanco y negro, analógica o digital, esta siempre emergerá como una mera aproximación de momentos ya idos. Una reconstrucción, la versión de un mundo que ya no es, ni podrá ser, el nuestro.
Ahora, esa es la clase de reflexión que esperaría de un trabajo de Visconti, Bergman o incluso del último Ruiz. No uno de Wes Anderson. Realizados en torno a grandes elencos, con puntillosa dirección de arte y cuidadas estructuras, sus filmes se han convertido en objetos inconfundibles y el equivalente fílmico de hermosas e intrincadas casitas de muñecas. Artefactos tan artísticos como industriales, pero que pueden estar rebosantes de energía ("La vida acuática", 2004) o devenir totalmente inertes ("The Darjeeling Limited", 2007). Y esa gran contradicción, precisamente, es la que está al corazón de su nuevo filme, "El Gran Hotel Budapest": el intento de retratar un mundo perdido -el de los últimos días del imperio austrohúngaro-, pero como una elaboradísima y artificial miniatura; una producción ultramoderna, pero que bebe directo de los dramas y comedias vieneses de Ernst Lubitsch y Max Ophüls. Un producto que se vende como selecta obra de arte, pero que ha sido abrazado por la audiencia como una cinta popular (hasta ahora la más exitosa en la carrera del director).
Ambientada en torno a un ficticio hotel centroeuropeo, en la también ficticia República de Zubrowka, la cinta es un ambicioso fresco que transcurre simultáneamente en tres presentes narrativos: una chica contemporánea lee una pequeña novelita llamada "The Grand Budapest Hotel", que -a su vez- narra el fugaz encuentro entre el autor del libro y el dueño de dicho establecimiento, quien -a su turno- procede a contarle una enrevesada intriga de principios del siglo XX, cuando él era un mero aprendiz en el lugar, y que incluye a su mentor un habilidoso conserje -Monsieur Gustave- el testamento de una anciana millonaria y el invaluable cuadro que esta le hereda a Gustave, y que causa la ira de unos herederos que rápidamente acusan al protagonista de la muerte de su madre. Pero mientras todo ese elaborado tinglado discurre vertiginoso, se vuelve evidente que los ires y venires del relato son pura decoración, la virtual cobertura de una torta (austríaca, con toda seguridad), elaborada por el cineasta y su equipo no para solo reflejar una época, sino para saborear un cúmulo de sensaciones, y sobre todo dotar de "vida" a antigüedades e innúmeros cachivaches del período, desde vestimentas, aplicaciones y adornos hasta tipografías coloridos ingenios, texturas y superficies.
No importa quién los vista o se enmascare detrás de estos. En un elenco encabezado por Ralph Fiennes y con cameos de Edward Norton, Bill Murray, Jeff Goldblum, Jude Law y muchos otros rostros reconocibles, los verdaderos protagonistas son las cosas, son los objetos -partiendo por el gigantesco Hotel, e incluyendo, por cierto, al filme mismo- los que contienen en su interior la energía y el poder para persistir a través de cruentas guerras y conflictos, pero también durante aburridos y adormecidos tiempos de paz. Son estos quienes, en último término, contienen el tiempo; se apoderan de este, lo aprisionan, lo liberan, lo clausuran y parecen estar más vivos que las olvidadas personas y personajes que los han cargado de historias.
The Grand Budapest Hotel
De Wes Anderson.
Con Ralph Fiennes y Adrien Brody.
Estados Unidos, 2014, 99 minutos.