Sube el precio de la gasolina, y seguirá subiendo para siempre, qué duda cabe. Lo sabemos desde la crisis de 1973, cuando algunos países productores declararon un embargo al resto del mundo, cuadruplicándose su precio en pocas semanas. El petróleo es un bien preciado y finito. Aunque no escasea todavía, se produce en tan pocos sitios del planeta que las naciones más poderosas juegan un ajedrez con esos lugares por premio.
Buena parte del precio de la gasolina en Chile se debe a un impuesto específico. Cada vez que aumenta el precio, se escuchan lamentos y protestas: que debemos derogarlo porque afecta a los más pobres, o a la clase media, o en todo caso porque hace imposible usar el automóvil. Pero la realidad es distinta: las ventas de automóviles nuevos en Chile aumentan sostenidamente un 20% cada año, un prodigio comparadas con el resto del mundo, y no parecen verse afectadas por el aumento del precio del combustible. Lo cierto es que todos están dispuestos a tener un auto, al menos mientras no contemos con un transporte público de calidad como alternativa. Es más: las comunas con más automóviles por habitante son las comunas más ricas, de manera que el impuesto a la gasolina es, en realidad, un impuesto a las familias más adineradas. Y cualquier gravamen al uso de un vehículo particular es un desincentivo a la contaminación y a la congestión, tal como ya se propone cobrar peaje por transitar en áreas congestionadas de la ciudad.
Entre los mayores afectados con las alzas hay incontables pequeños taxistas que deambulan por la ciudad, día y noche, compitiendo entre sí por pasajeros, quemando gasolina. Nuestros taxis parecen estar completamente desregulados, no solo en su cantidad y operación, sujetas a las leyes de la selva, sino también en su calidad. Salvo excepciones, dan un servicio mediocre: choferes simpáticos pero indisciplinados, mal entrenados, mal equipados para su oficio y a menudo desinformados; vehículos de todas las variedades imaginables: grandes y chicos, limpios y malolientes, flamantes sedanes o terroríficos engendros de chatarra pintarrajeada y humeante, con asientos de suplicio. Pero lo más grave es su gestión ineficiente, que los obliga a vagar por las calles siguiendo apenas su instinto de negocio. ¡Qué derroche inexplicable! ¿Nadie ha pensado en poner orden en la flota de taxis de Santiago? ¿Racionalizar su gestión para dar un mejor servicio y ahorrar combustible al mismo tiempo? Muchas grandes ciudades del mundo ejercen un estricto control sobre sus flotas, en algunos casos con vehículos estandarizados, todos con GPS y central de radio, con choferes perfectamente entrenados y certificados. La gestión racional de la flota no solo ahorra combustible, sino que garantiza seguridad, confiabilidad y dignidad a un medio de trasporte imprescindible. ¿Será mucho pedir?